Preparados con el atuendo que te señala el cielo de las nueve de la mañana, del día veinticuatro de marzo de dos mil doce. Los incoloros, dispuestos a compartir un feliz día repleto de cariño y amistad, inician el camino hacia una ruta encantadora. Nuevas caras, nuevos momentos, nuevas personas por descubrir, lo cual requiere tiempo aprendido, al menos el que cabe en doce horas. Sin embargo, los más pequeños, ajenos a condicionantes propios de mayores, no pierden el tiempo -es verdad que reciben alguna ayuda por parte de la deformación profesional, la cual aceptan con complacencia.
Llegamos a Casillas, bello o no, depende siempre de la perspectiva, los bares no escasean y el hambre apremia. No podía ser menos, estamos en España. Primera parada: el desayuno , en esta ocasión poco variado pero con las suficientes proteínas para ayudarnos a cumplir alguno de los tres objetivos – un poco de paciencia-. No hace falta que nadie emita un sonido de inicio de marcha, sin sabe muy bien cómo, todos cargamos con nuestras mochilas dispuestos a disfrutar. Parece que nadie te mira, parece que a nadie le preocupas, sin embargo el espíritu grupal, el espíritu ancestral no descansa nunca. Mientras, además de los sonidos del silencio emitidos por la naturaleza, oímos risas, voces, pasos de pies que luchan por superar la resistencia de la Madre Tierra, pies más rápidos, pies más lentos, pies más fuertes, pies más débiles, pies para todos los gustos, guiados por almas caminantes del compás.
Los castaños ejemplares te invitan a abrazarlos, los pájaros a escucharlos, el cariño del camino te seduce.
Mas, ¿qué sucede? Remolinos de personas en torno a dos piernas de madera y un ojo de cristal, el deleite de los sentidos parece peligrar, sin embargo, no, no es así, solo hemos de tomar una primera decisión “ importante” , es decir, no perdernos en el camino. Deseamos dominar el Valle de los Iruelas y lo conseguimos.
La normalidad adquiere protagonismo de nuevo, parece, no obstante una pequeña bota de color marrón y tacto húmedo, que no parece proceder de pie humano, inicia el recorrido por las manos y los labios alegremente. ¿Qué será que , por Dios, alegra tanto el espirítu como el semblante? Imposible de desvelar los ingredientes de semejante poción. Los pies tiran de los cuerpos atraídos por la gravedad terrenal a pesar de las alturas.
Llega el momento más decisivo de todo el trayecto, ¿Divide y vencerás? , divide y vincerás o, simplemente, por unas horas, cada el gran grupo, opta por pequeños grupos destinados a una nueva unión tras haber liberado su ansias de volar con los pies.
De nuevo el hambre nos llama a gritos, no obstante, en terreno desde un terreno más frío y blando, pero agradecido de abandonar el pegajoso asfalto, dominando las fronteras marcadas por el hombre, otra pequeña decisión: hambre, no te satisfacemos hasta que uno de los grupos llegue a El pozo de la nieve. Con valentía infantil, nos adentramos en el pinar, el cual, suavemente se va transformando en zonas de frías con matices blanquecinos cuyas huellas el frío invierno no ha perdonado. ¡Nos hubiera ver el arco iris!, no pudo ser, no importa, lo soñamos.
Por fin, nuestros cansados hombros descansan de su pesada carga. Los diferentes manjares cubiertos de generosidad abre un abanico bellísimo de vidas, de sonrisas, de emociones y de nuevas amistades. Mas, no te acomodes demasiado, la montaña no entiende de tiempo humano y está pidiendo dormir. Respetuosamente , mirando hacia atrás con nostalgia, nos volvemos a reunir para volver al final del principio. El asfalto nos atrae ya sin la misma fuerza, aunque sí con la misma sed que solo él puede saciar a las nueve de la noche y sobrados de equipaje y de amistad. Algo ha cambiado.
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