Soy el Rey del Invierno, el Frío Polar y quiero contarles una historia poco creíble que me aconteció el sábado pasado en la sierra que habito: el Guadarrama.
Estaba yo tranquilo paseando por los altos de Cotos, cuando ví llegar otro autocar más que aparcó frente al bar Marcelino. Me dije: Otro grupo de domingueros que vienen a perturbar la paz de estas montañas. Sacan sus palos, sus esquíes para remontar mis nieves. Cada vez son una plaga más grande. Pero no, el grupo que descendía formaban un tren de colores descarrillado y los individuos eran a cual más raros.
Ví a la viuda de Admusen, a juzgar por el atuendo de pieles y orejeras que llevaba en la cabeza. A su lado otra se calaba dos gorros, uno encima del otro y por si fuera poco lo coronaba con una capa impermeable.
Mientras unos jóvenes se colocaban unas telas fluorescentes sobre las pantorrillas como si fuesen señales de tráfico.
Agucé el oído y pillé alguna de sus anodinas conversaciones:
• ¿Te pongo crema protectora?
• Sí Paqui, pero que sea protectora de animales, que ya sabes que tengo la piel muy delicada y mucha barba.
• Te hace falta factor 90, Fernando.
• Me hace, Paqui, me hace.
Un grupo de padres con 4 o 5 criaturas hambrientas se colaron en el bar y no salieron de allí hasta que agotaron los bocatas y colacaos, dejando sin género al resto de la panda.
Los demás esperaban dando palmas para entrar en calor y se ponían ciegos de almendras, pasas y chocolate, al tiempo que decían: Hay que darse energía p’al cuerpo.
Todas esas operaciones fueron de precalentamiento porque aún no habían andado ni cinco metros en total.
Me dije, Frío Polar, tienes que seguirles vayan donde vayan. Pueden ser peligrosos para las chicas: Fauna y Flora, a juzgar por la pinta que tienen.
Al cabo de un tiempo, un tipo con bigote y un cigarro que debía ser el jefe, les instó a formar una fila y numerarse. No consiguió ni lo uno, ni lo otro, así que resumiendo les gritó la consigna: Todo p’ abajo y que nadie pierda al de atrás, ni al de delante.
Entonces comprendí todo. Esa tropa y con ese aspecto no podían ser más que montañeros veteranos que pretendían hacer una marcha a pesar de la Niebla, que ya les había enviado. Me estaban desafiando. Usaría todas mis armas. Qué se habrán creído estos desharrapados.
Para mi sorpresa una pareja joven comentaban encantados:
• Ay, mira Samu, que velo tan romántico.
• A mí también me encanta verte con ese halo.
¡Maldición! Velo, halo, qué forma de llamar es esa a mi vapor helado.
Se van a enterar cuando lleguen al camino de abajo. Medio metro de nieve, ya durita, a ver si se hunden y les dejo atrapados.
Pero no, dos de ellos llevaban un invento debajo de las botas, algo así como unas palas de jugar al tenis, pero más bastas, y paseaban tan frescos, aplastando mis nieves y abriendo paso a los que venían detrás.
Alguna mujer y al menos dos hombres metieron la pata varias veces, hundiéndose hasta las rodillas, pero para mi disgusto volvieron a sacarla (la pata) y continuaron la marcha tan contentos. Incluso se reían animados. Ya les digo que ninguno de ellos parecía un ser normal y adaptado. Había que exterminarles como fuera así que preparé mi arma letal: el Hielo que petrifica todo cuanto toca. Este empezó a hacer efecto en varias cabelleras. Especialmente se cebó en las melenas de tres adolescentes que viéndose el peinado a “rastas” unas a otras se decían:
• Pareces una bruja con el pelo tan blanco.
• Pues anda que tú, guapa, no te has visto.
• En cuanto llegue a mi casa me ducho y le digo a mi padre que baje a por suavizante. Me voy a echar el bote entero.
Aburrido de estas niñas me reí de un señor con gafas que llevaba una gorra con visera y le saqué cuatro cuernos de hielo por la delantera. Pero en vez de enfadarse el se rió también cuando le gritaban: – Mira Los Cuernos de D. Friolera le han salido a Vicente.
Las pistas de descenso eran cada vez más peligrosas entre los pinos silvestres, que yo había convertido en guardianes helados, llenos de pinchos blancos como cactus inmensos.
Pero todo les parecía hermoso, encantador a estos extraños. Y así comentaban viendo mis arroyos helados:
-Qué preciosidad, mira Fidel, haz una foto en este meandro de césped y hielo. Fíjate, fíjate parecen culebrillas o peces asustados por debajo.
Y hablando de meandros, tres mujeres necesitaron ir al baño de forma imperiosa y yo me dije:
Y ahora qué? A ver quién es la guapa que se quita la ropa para hacer sus aguas. Pues si señores, esas tres especímenes se escondieron en el follaje de las jaras, y se hicieron un lío con las medias, los leggins, las capas, los guantes y gorros, y al final lograron fundir mi nieve con un riachuelo amarillo y caliente. Y encima venían partiéndose en dos, a carcajadas.
Pero mi aliento blanco y letal estaba funcionando y me acerqué a los niños mas pequeños, Laura y Mario les llamaban. Estos resbalaron por las piedras heladas, se mojaron los pies, y comenzaron a quejarse y a lloriquear, protestando de que cuándo llegaban y cuando se comía en esta excursión. El caos se había sembrado. La marcha se paraba.
No contaba yo con una plaga de maestros, profesores y otras hierbas que se dedicaron a distraer a los menores con no se qué enigmas y adivinanzas y éstos se olvidaron de sus necesidades primarias. No me extraña que les recorten a esta raza que cautiva las mentes, les enseña a pensar y a tener esperanzas.
No les permitiré sentarse, ni comer, ni sacar el pan, ni las viandas. Que se mueran de hambre, que se queden en casa.
Ya eran las cuatro de la tarde por lo menos, y esta panda no flojeaba. Llegaron a la pradera con ganas de abrir las tarteras, pero yo la había cubierto con una manta blanca y no podían apoyar ni una mano en la tierra glacial.
Entonces dijo el jefe, de bigote y orejera polar: A ver solo nos queda un poco, cuarenta minutos o algo más. Y en vez de rebelarse y tirarle a la cuneta como era de esperar, los montañeros contestaron: Pues p’ adelante y a llegar.
No había forma de agotarles, ni vencerles, de qué pasta serían estas gentes
Al fin llegaron al Lozoya, que bajaba torrencial, imponente con sus aguas verdosas del deshielo. Este sí que les impresionaría porque les cortaba el paso hacia el pueblo del valle de Rascafría. Pero aunque no os lo creáis, lo remontaron como gamos y llegaron a las lagunas, cruzando los puentes de tablas resbaladizas del agua deshelada.
Yo solté entonces a la Nieve, pero como era de esperar con esta gente, ni se inmutaron. Empezaron a gritar como locos: Nieve, Nieve, como si llegara el maná de los cielos, después de las siete plagas. Definitivamente estaban locos como cabras.
Llegaron a la Isla y comieron felices y yo me escondí a llorar entre las nubes para ver si por lo menos les aguaba la fiesta final.
Me enteré al día siguiente de quiénes eran. Ni más ni menos, que una tribu vetona, llamados a sí mismos Pataliebres.
Pilar Lucía.
2 de enero de 2013
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