El pasado 18 de abril los intrépidos caminantes de nuestra querida Asociación La Incolora nos encaminamos a la Pedriza, macizo mágico donde los haya y enclavado en el Parque Nacional de la Sierra del Guadarrama que ostenta el título de “Reserva de la biosfera”, y lo hicimos tras dos convocatorias previas y fallidas por falta de “quórum”, o lo que es lo mismo, seguramente por falta de espíritu aventurero y resistente de unos, exceso de congojas o perezas de otros, e implicación de la mayoría en las “luchas indignadas” que alientan los que quieren convertir los tiempos de crisis en tiempos de oportunidades y castigo de quienes nos desgobiernan.
El reto que nos proponía nuestro adorado gurú y sherpa, Julio, único en su especie y en su cometido, que busca sustituto -¡por dios!, que alguien de buen corazón y mínimos conocimientos alpinos le releve, que lleva años pidiéndolo y bien merece ya ir solo de “andante motivado”- era encontrar la “puerta oculta de la Gran Cañada Rosada de la Pedriza”, a la que el susodicho describe como “refugio de los indios metropolitanos…santuario pedricero… con sus mil callejones, covatxas, plazoletas, agujas finas y bolos gruesos, puros y portatxos, hueveras y dolinas, chorreras y tolmos, pasadizos y cornisas; un sinfín de formas pétreas que despliegan su color rosado más intenso en los atardeceres del solsticio de invierno”. Ni que decir tiene, que el reto se cumplió y que la Gran Cañada lució para los “incoloros” más tierna de vientos que en otros días, más limpia de nubes que en años y más rosa que nunca.
Salimos en el autobús de Villaverde rondando las nueve, como viene siendo usual en un grupo que es comprensivo con dormilones y rezagados. Yo estaba expectante y nerviosa porque por fin volvía a compartir andanada montuna villaverdiana, después de casi un año de ausencia, y tras llevar meses en dique sosegado a causa de la rotura de mi díscolo menisco, pero mi excitado ánimo no impidió que tras charlar con mi querida Charo me dejara vencer por el letargo que acompaña a los que osamos dormir poco la noche previa a la excursión.
Llegamos pronto a un paraje de Soto del Real del que partimos por camino carretero entre dehesas que se convierte en pista forestal que nos lleva hasta el Arroyo de Santillana, donde nos jugamos un moje de pies al utilizar la pasarela que le cruza. Algunos no contentos con los bamboleantes cables que ofertaba la pasarela para afianzar nuestro paso por las piedras, quisimos complementar nuestra hazaña con un bastón, y en ello hubo distinta suerte. Creo que la peor pudo ser la mía, que me quise acompañar por el bastón del generoso Chema, para afianzar mi desconfiante rodilla, y el tal artilugio fue arma traicionera que iba menguando según avanzaba hasta obligarme a posar la bota en el lecho del río por no darme de bruces, por suerte, ya casi en el margen.
A la altura de la Aguja del Berruceco, según nuestro ilustrado sherpa, el sendero se transforma en serpenteante camino de herradura, que se va haciendo vereda “revoltosa” de 250m de desnivel con impresionantes vistas al embalse de Santillana. Subiendo cundía el calor, la sofoquina y algunos decidimos quedarnos en brazo descubierto y darnos protección solar. Eso sí acompañados muchos por nuestros paraguas o chubasqueros, tal como nuestro guía nos había ordenado, ¡qué mejor talismán contra los chubascos libertinos y cabroncetes que tanto gustan de fastidiarnos! Yo iba acompañada por Paula, la más peque del grupo, que iba ligera subiendo mientras yo le invitaba a impregnarnos del aroma de los tomillos, romeros, lavandas y jaras que tan abundantes son en el lugar. ¡Romero y jara florecidos, qué festín para el olfato y la vista compañeros ausentes! Solo por eso ya deberíais lamentar no haber venido.
Parece ser, nuevamente copiando a nuestro líder lo sostengo, que llegamos a alcanzar el impresionante “portatxo del Avispadero”, un collado luminoso, verde y amplio desde el que podíamos divisar la cumbre de la Maliciosa y apreciar la majestuosidad de las moles de granito rosado único en Europa y de los pocos del mundo, y que deben este color a la oxidación o a la simple presencia (no me he aclarado a pesar de empollar, lo siento) del feldespato potásico llamado ortosa que tan presente se halla.
Pero dejémonos de tecnicismos geológicos y vayamos a las vivencias. Fue gustoso compartir camino: recordar con Quique, emocionados ambos, a nuestro querido y desaparecido José Manuel, al que junto a nuestro recientemente añorado Javi “coletas”, dedico esta crónica en homenaje al cariño que los teníamos y al recuerdo de su bonhomía; charlar con Arsenio de nuestra relación familiar con el toledano pueblo de Menasalbas, y con Mª Ángeles de política y ciudadanía, ponerme en la mirada de una niña con la intrépida Paula, intercambiar saberes y vivencias con Julio, al que tanto debemos y al que tanto me une, observar como Pablo, el otro niño, olvidaba su fastidio en la subida por el disfrute compartido de la alta llanura, echar de menos con Charo a entrañables amigos pataliébricos, ausentes unos por obligaciones y otros por caprichosas lesiones (Isa, Paqui, Bea –espero que no haya más lesionados- un besito de ánimo que seguro ya estáis a punto de estrenaros nuevamente).
Una vez en el collado nos dispusimos a solazarnos con ricas viandas y mejores vinos (los que somos dados al “bebercio” mientras comimos tuvimos la suerte de degustar el vino de Miguel, de Arseni… que corría en bota de mano en mano y boca en boca). Entre los cocinillas, a destacar la tortilla de gambas de Quique y la quesada de la lider de la tribu rozando el cielo. Tan aromático sería aquel festín que nos vinieron a visitar unos estupendos ejemplares de cabra montés.
Tras la entretenida comida al sol y resguardados de caprichosos aires entre las suaves rocas, unos, los “motivados”, se fueron al Yelmo comandados por nuestro particular comandante Fidel (je je), el joven Mario marchó a correr como un gamo, otros valientes rapelaron guiados por Julio y Alfonso, el contramaestre -entre ellos nuestra joven Paula, promete seguir la saga de su tío Julio, ¡menos mal que sí no le quedaría una congoja!- y algunos nos dedicamos a siestear mientras otros charlaban. Mª Ángeles animaba una tertulia político social que ya les gustaría haber escuchado a oyentes y televidentes tertulieros, a ella me uní en atenta escucha tras haber intentado dejarme caer en las manos de morfeo, acariciada por el generoso sol, en un apartado hueco al borde de un risco al que no sé por qué leches tantos humanos y cabras llegaban.
Tras el recreo y descanso soleado comenzamos la bajada, más escarpada de lo que algunos, los de rodillas titubeantes, hubiéramos querido. Menos mal que el sendero de cabras nos compensaba con unas vistas estupendas de la sierra e incluso del pueblo de Manzanares el Real, con su coqueto castillo. Por fin, cada uno a su ritmo, llegamos al valle, cruzamos el bonito paraje que nos ofrecía en su descenso escarpado el Manzanares y fuimos al bar del lugar donde tomamos cañas, cafés…, lo que cada cual quisiera para refrescar el gaznate y celebrar la feliz andanada, al tiempo que disfrutábamos de otras compañías en vivaz conversación.
A las 18 h todos al bus y caminito de Madrid nos volvimos más contentos que unas pascuas acompañados en los primeros ratos por las melodías que Alfonso nos ofrecía diestramente con su armónica. Ya en Villaverde unos a “La mancheguita”, para no perder las buenas costumbres e incluso los “vicios” de beber y comer, y otros a su casa.
Entre las travesuras que fuimos tejiendo, está la de convocaros a reflexión andante, que no a genuflexión, para la próxima, el 23 de Mayo. Así que estáis avisados, si nuestro “amado líder” no nos deja en la estacada, por causas siempre ajenas a su voluntad y, por qué no decirlo, a su adicción a lo montuno. Que no todo es virtud en el mundo de los motivados de la montaña, pero ojalá que nunca se curen aquellos que nos arrastran a los riscos perdidos, a disfrutar de descensos caprinos con cielos pintados de naranja y a compartir viandas, chistes y anhelos con otras almas lejos del asfalto y la rutina cotidiana.
Yolanda Guío
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