A las 8.50, por culpa del que suscribe, salimos los 35 de nuestro punto de encuentro. Se incorporaron algunas caras nuevas a los que damos la bienvenida -sin ponerles ningún nombre pataliébrico, todavía, todo se andará; y echamos en falta a los huidizos del calor.
Una hora y media después, con algún estómago revuelto, empotramos el autocar en el tranquilo pueblo del Atazar. Ya había vecinos apostados en los poyos de las casas de pizarra viendo pasar las horas del día, algo que los de la ciudad –como decía Yoli- ya no sabemos hacer. Unos frikis moteros compartían una tortilla temprana en la plaza. El pueblo soleado olía a verano de higueras y tiempo de holganza y reposo. La paz de sus calles entraba por los poros.
Después de desencajar el autocar de la plaza y llenar cantimploras con el agua pura de la fuente nos reunió Julio bajo unas sombras para anticiparnos la ruta, la normativa de grupo y nombrar al Comandante Fidel como guía indiscutible.
Por la Senda del Jenaro despedimos el pueblo.
Comenzamos el primer Tramo de la bajada entre jaras pringosas de cera y c un sol mañanero que nos anticipaba la jornada. A pocos metros de nosotros una cierva saltó entre las jaras para ocultarse rápidamente entre los arbustos. Una corza, gritaron algunos-nombre más sugestivo en las leyendas montaraces-, pero no pareció demasiado corpulenta en sus cuartos traseros. Vicario, el cojo, bajaba con tiento acompañado de dos lazarillos que le ponían al corriente de la marcha y el grupo.
Pronto llegamos al primer refugio de sombra y frescura con que alternan los tramos de esta ruta hasta el Pontón de la Oliva. Un pequeño curso de agua cubierto de fresca espesura fue aprovechado para echar los primeros tragos de agua o de lo que fuese. A partir de aquí las jaras se combinaban con altas retamas entre gargantas sombrías que jalonaban los cambios de nivel, con variado arbolado entre los que proliferaban los fresnos y algún que otro aliso.
Después de varias revueltas por un sendero hundido entre el variado paisaje arbustivo, atisbamos el muro de la presa y el poblado erigido para su construcción. Desde esta vuelta del estrecho sendero podía divisarse el bosque de ribera que acompaña serpenteando al río Lozoya después de liberarse del enorme murallón armado del pantano. Los tonos de tierno verdor, de chopos, alisos y fresnos contrastaban con el verde ceniciento del paisaje mineral que caracterizaba el tajo rocoso que la corriente de agua abría en la orografía de la vista. Unos buitres proyectaban sus sombras animadas en las peñas de las canales pizarrosas que se precipitaban como crestas paralelas hasta el fondo feraz del barranco por el que se encajona el río.
Volvimos a atravesar otro alto jaral sofocante por donde se perdía la visión del conjunto de la expedición. En otra revuelta de sombra los que cerrábamos la marcha volvimos a unirnos en un descanso de agua y bromas al conjunto de pataliebres. Aquí nos intrincamos en la última ascensión de la ruta alcanzando el único pinar de la jorada. El camino se ensancha y pronto alcanzamos el alto desde el que descenderemos, sin alternativa, al soto que acompaña al Lozoya. Ya se veía, en amplia panorámica, el cauce valiente y cristalino que rebosaba desde el pequeño embalse de la Parra para no abandonarnos hasta el final de la marcha.
Bajamos por el cauce de un afluente, bajo la espesura del pinar, hasta el puente que cruza el embalse. Preciosa y refrescante imagen. Desde la pasarela donde se indicaba -cosa curiosa- prohibido el paso, una tortuga paseaba por el fondo helado de las aguas cristalinas. El comandante nos sugirió, un rincón placentero al otro lado del cauce, pegado a la presa, para descansar y bañarnos. El lugar lo definieron algunas como paradisíaco. Miguel, el hawiano, más decidido, se lanzó con la misma prontitud con que salió; algun@s otros temerari@s le secundaron. Después, entre opiniones variadas, decidimos quedarnos a comer aunque todavía era la una. Insólito caso en La incolora, comer antes de las tres. Trajo su polémica, pero finalmente compartimos croquetas, tortilla, jamón, y originales empanadillas de morcilla con manzana; las distintas botas rodaron de mano en mano y de boca en boca.
Después de los chocolates, Pilar, maestra de ceremonias con M. Angeles e Isabela sorprendieron a todos invistiendo a Julierpa como rey de los sherpas, manto azul de Cachemira, gorro improvisado con periódicos y entrega de presentes: camiseta del Himalaya, buff, tanga-arnés de escalada, calendario de la Pedriza. Finalizamos la ceremonia en danza colectiva con himno incluido, le homenajeamos como chamán de los Andarines de la Incolora.
Después de solaz tumbada, a las dos y media, con la calorina de la siesta iniciamos el último tramo por un camino jalonado de acacias y centenarias moreras. En la vega del río, en todo su tramo nos acompañaban rectas varas de gordolobo con sus flores amarillas coronando el tallo. Esta planta medicinal (verbascum) buena para las enfermedades pulmonares, se utilizaba machacada para pescar en los remansos de los ríos castellanos ya que atontaba a los peces.
A una hora de sofocante caminata, una umbría del camino nos regaló con una chorrera fresca procedente de un rebosadero del canal. Gran regalo para nuestras gargantas y cabezas.
El río, encajonado en la sombra de un bosque de galería nos llevó hasta los calizos farallones de escalada de Patones, siempre concurridos de escaladores. Finalmente, por la cornisa artificial clavada en la roca accedimos al Pontón de la Oliva. Esta presa construida en el siglo XIX nunca se llegó a estrenar por un fallo en los estudios de las rocas calizas en que se empotraba. Faltaba poco para las cinco y nos dirigimos al bar donde Alfonso y Isabela, apuraban jarras de cerveza de una cuarta desde hacía buen rato.
Esperemos que la temporada que viene podamos restablecer nuestra frecuencia de salidas y recuperemos algunas de las suspendidas, como la del Puerto de la Quesera en el Macizo de Aiyón. Hasta entonces buen camino y buen verano, andarines.
-Santiago-
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