CRÓNICA DEL RIO DULCE
Por fin el tiempo se pone de nuestra parte y tras varias semanas de lluvias, el sol reaparece para hacernos este sábado aún más “Dulce”.
El sitio de partida es un pueblo pequeño, tranquilo, con pocas casas, que invitaban a quedarse (sobre todo si eres un escritor de novela “rural”).
Asomados al puente no encontramos el río hasta que alguien nos indica dónde está, lo han desviado a un arroyuelo dirigiéndose en paralelo a su cauce hacia un piscifactoría. Pero esto no fue lo único que nos encontramos, no hubo forma de tomar nuestro acostumbrado café, ni comprar pan (para desesperación de algunos que comenzaron a pensar en hacer un ataque a las mochilas o cambiarlo por vino para “hacer más alegre el camino”).
Comenzamos a caminar por una zona llana, un paseo agradable en el que sólo debíamos concentrarnos en los aromas que despedía el campo mojado y disfrutar de todas sus tonalidades de marrones, ocres, amarillos, dorados y el verde más intenso que regalaba a nuestras pupilas. En uno de los primeros altos en el camino, Pilar, seguida de cerca por toda la “guardería” (como algunos los llamaban por la gran afluencia de peques que ha tenido esta convocatoria), a pesar de ser sábado, día libre para ella, adoctrina de forma efectiva a toda la chavalería recogiendo gran cantidad de “Pies azules”, “Setas de cardo”, “Coprinus Comates”, algo de “Yesca” y hasta un panal de abejas o avispas …; eso es vocación de enseñanza y lo demás tonterías.
Paso a paso cambiamos la llanura por una zona de frondosos nogales y la búsqueda de setas se transforma en una exquisita degustación de nueces.
Al fondo aparecen las ruinas del castillo de Pelegrina, templo románico aunque probablemente construido sobre una anterior fortaleza árabe.
Nos acercamos poco a poco al pueblo creyéndonos todos juntos, pero cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que siete de los nuestros, atraídos por el dulce canto de la cerveza, se separan de la manada, reapareciendo unas horas después, un poco más contentos si cabe (si algunos nos llegamos a enterar no habrían sido sólo siete…).
El camino serpentea paralelo a las hoces del río y tomando la ruta de Don Quijote (que no era la nuestra) comenzamos un ligero ascenso que nos lleva a ver un hermoso paisaje lleno de chopos dorados.
En este momento, no sabemos si por el cansancio de la subida o simplemente por la hora, algunos de los peques se revelan pidiendo un descanso para comer:
“Yo a las dos como, ¿eh?”; “¿Dónde está el descansadero para comer?”; “Otros días yo ya he comido” …
A la hora de la siesta (sagrada para algunos) un grupo de aventureros, tras tomar, cómo no, el camino equivocado, se afana en descubrir una inmensa cueva. El acceso no es fácil, hay que sortear Zarzas como árboles, abrirse paso entre unas ramas, saltar un pequeño desnivel (ayudados por el hombro de Jesús) y por fin llegar al cauce del río (ruta que deberíamos haber tomado desde el principio…).
La cueva nos transporta hasta nuestros ancestros y transforma a Pedro en el “mono Julia”; descubrimos que una de nuestras peques es una Diosa y otra una gran arqueóloga al descubrir en este remoto lugar la calavera de “Washington”. Mientras que el alma de la cueva a los más peques les llena de cultura, a los más creciditos les llena de pensamientos más mundanos. Es un sitio fantástico para hacer una fiesta Tecno donde Pedro se encargará de la luminaria (velas, candiles de aceite …), y donde por supuesto no podrá faltar la caldereta de Agustín. Para la música se acordaron de Emilio, pero …, qué infelices …, nadie pensó en quién llevaría hasta allí el equipo electrógeno.
El final del día transcurre en dos escenario diferentes, por un lado a los cachorrillos se les complica la tarde con un rappel, todos ellos nerviosos aguardando su turno con impaciencia mientras Julio, todo lo rápido que le era posible, trataba de asegurarlos desde arriba.
El otro escenario se desarrolla en un banco, cual comedia de Lope, haciendo suya la costumbre del alcahueteo comentan los últimos acontecimientos del lugar … “¿Sabes que le pasó a Evarista …?”
Mientras todo lo anterior sucedía, volaban sobre nuestras cabezas las hojas doradas de los chopos como una metáfora del tiempo. Porque, para el que no lo sepa y como dice Julio Llamazares, el tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos. Y el día de la excursión estuvo teñido por las viejas hojas de los árboles de la rivera que caían como una lenta y mansa lluvia de otoño que regresa un año más para cubrir los prados, los ríos y los caminos de oro viejo y de dulce melancolía, afortunadamente rota por las risas de los niños.
(Gracias a Agustín por este poético final.)
Un besazo para todos y hasta la próxima.