Se sentó sobre la cama. Abrió una vieja carpeta que guardaba bajo el colchón. Allí encontró centenares de manuscritos escritos con letra de mujer. Siempre la misma, Tatiana, la inmejorable compañera que tomaba los apuntes en clase, y que luego él pedía para fotocopiar.
Tardó seis años en terminar la carrera de Historia. Sacó buenas notas, estudió con beca, y trabajó al mismo tiempo. Repartió publicidad, sirvió copas, realizó estudios de mercado y fue dependiente en una tienda de ropa. Al finalizar la carrera, aupado por el impulso de quien quiere comerse el mundo, se independizó. Desde entonces, compartía piso con un par de amigos por el centro de Madrid.
Tan solo tres años después, las cosas habían cambiado demasiado. Sin trabajo y agotado el paro, renunciaba a regresar a casa de su madre. Pero no solo eso. Renunciaba también a darle el disgusto de saber que el primer universitario de la familia no tenía ni con qué comprarse la ropa. Decidió prescindir del teléfono y explicó que se trataba de una opción personal, de llevar la contraria a este estúpido sistema de esclavitud moderna. Fue, progresivamente, cerrando sus contactos, saliendo menos, esquivando a sus propias amistades. Se encerró. A nadie quería decir que no tenía con qué tomarse una cerveza.
La primera vez que pensó en salir a pedir por la calle lo hizo por hacerse daño a sí mismo. Fue muerto de rabia, tras no haber sido seleccionado en una oferta de empleo eventual. Nunca se lo hubiera imaginado. Pero aquella tarde, a espaldas de su familia, sin decir ni mú a sus compañeros de piso, la cuenta en la que guardaba los ahorros restantes se había quedado a cero. Nada, a partir de ese momento, podría costearse. Nada. Absolutamente nada.
Eligió la calle Fuencarral de Madrid. La frecuentaba tiempo atrás, cuando salía de noche o tomaba un café con su antigua novia a la salida de su trabajo, en un estudio de arquitectura cercano. En Madrid comenzaba una huelga de basuras y las temperaturas habían descendido. Por fin noviembre. Noche cerrada a las siete de la tarde.
Escogió un rincón. Se sentó. Sacó unos folios en blanco que había rescatado de la carpeta de los apuntes de la universidad. Cogió el bolígrafo y paró un instante. No sabía qué poner, cómo transmitir a la persona que pasara indiferente por su lado cuál era la situación en la que se encontraba. Miró a su izquierda. A varios metros, en una bocacalle, una mujer pedía de rodillas. Temblaba de frío.
Justo enfrente de ella, una pareja salía de una tienda cercana. Reían a carcajadas. Llevaban un regalo envuelto dentro de una bolsa. Se trataba de una tienda de ropa de diseño para perros. Cazadoras, jerseys, camisetas, chubasqueros, gorros, minipantalones, calcetines, calzoncillos, incluso bikinis, a precios módicos que oscilaban entre los 15 y los 100 euros.
Desde su rincón, con el papel aún en blanco, rompió a llorar. Después, como por instinto, escribió: “Quién fuera perro”. Arrugó el papel y lo tiró. Se levantó y se acercó hasta aquella mujer. Quiso abrazarla, pero no se atrevió. Quiso darle dinero, que no tenía. Quiso pedirle perdón por atreverse a sentarse cerca. Él estaba bien abrigado y aún tenía un techo.
Se marchó.
Aquella noche, cuando sonó el timbre de la puerta, su madre le recibió con una enorme sonrisa. No le esperaba para cenar.
Ni para dormir.
Ni para desayunar.
Fuente: EL BLOG DE RASKÓLNIKOV
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