Desde allí miraba con sana envidia a sus parientes, tan parecidas y a la vez tan diferentes, aunque hubo una vez – según recordaba – que sí compartieron el mismo destino: ser libres.
Pensaba en el momento en que vió por primera vez – aquella mañana en que se iniciaba la primavera – la luz del día. ¡Todo era tan maravilloso! Se sentía feliz al poder admirar tan bellos colores: el cielo de un azul resplandeciente, el suelo de un verde brillante y, mirase por donde mirase, podía encontrar tonos violetas, azules, blancos, naranjas, rojos, amarillos, malvas ¡qué belleza y qué armonía! Así, rodeada de sus compañeras y hermanas las flores, se imaginaba una vida plena de felicidad, creciendo linda y alegre en aquel hermoso paraje, saciando el hambre de sus amigos, los insectos, al libar de ella. Sin duda había tenido mucha suerte por haber germinado en aquel valle.
Lamentablemente su ensueño duró poco ya que apenas unos días más tarde llegaron unos hombres con todo tipo de extraños objetos, hasta ese momento desconocidos para todas las plantas que habitaban en tan hermoso campo. A “Malvita”, ese era su nombre, le había llamado poderosamente la atención aquellas cosas tan grandes que tenían agujeros y un brillante color gris y que expelían – al igual que el resto de materiales llevados por los obreros – un aroma bastante desagradable, muy al contrario que el proporcionado por ella y el resto de las florecillas silvestres. Aquellos objetos grises se convirtieron en la peor de sus pesadillas al tratarse de enormes mallas metálicas que, al ensamblarse unas con otras, se convertirían en… su cárcel.
Ella había quedado justamente al borde de una de esas vallas, preguntándose una y otra vez el por qué había ocurrido eso. ¿Qué había hecho para convertirse en una prisionera? Se acabó el poder vislumbrar el frente limpiamente, sin esos estupidos cuadraditos que entorpecían y estorbaban tanto la visibilidad.
Pasó el tiempo y los albañiles comenzaron a construir edificios y calles, quedando aquel valle relegado a una pequeña porción de tierra, frente al edificio en el que se hallaba Malvita, que permanecía aún silvestre, como una reliquia de tiempos pasados; un recuerdo de que aquel lugar que tiempo atrás no fue una ciudad sino un remanso de paz y un verdadero hogar para muchos animales y plantas creados por madre Naturaleza.
“Malvita” no se resignaba, quería luchar, quería poder salir de allí y volver a disfrutar de la libertad que da el estar fuera de las rejas, pero ¡¿cómo hacerlo?! Era una planta, ni siquiera podía moverse. ¡Se sentía tan frustrada! Hablaba con sus amigas, las flores más cercanas a ella que se encontraban en la misma situación y todas querían hacer algo, pero no sabían qué hacer. Afortunadamente el sol y la lluvia serían sus aliados: ellos ayudarían a hacer realidad sus anhelos.
Gracias a la perfecta combinación proporcionada por los nutrientes de la buena tierra, el calor del sol y el agua que, a veces, caía del cielo, Malvita, sin darse cuenta, creció y creció, y un día, aprovechando una pequeña ráfaga de viento, logró impulsarse y pasar a través de uno de aquellos enormes orificios; a partir de ahí siguió estirando su tallo alcanzando su meta: la libertad.
Rosa Mª Castrillo