Mis hijos y yo vivimos en una comunidad con jardines en un barrio de la periferia de Madrid. En primavera una gata callejera entró a través de los barrotes y parió en el recinto de la piscina, lejos de cualquier peligro para sus crías al no ser temporada de baño. El caso es que, de esa camada, tan sólo uno de los gatos se quedó allí. Aquella comunidad era su hogar hasta que llegó el buen tiempo, a algunos vecinos les molestó la presencia del gato y decidieron quejarse al presidente, el cual dio orden al administrador para que contactase con el Centro de Protección Animal” del Ayuntamiento. Al parecer este servicio municipal lleva una jaula trampa en la cual atrapan al “molesto” gato callejero.
Mi hijo menor y yo estábamos ausentes de Madrid pero, al enterarse, mi hija no cejó, día tras día, de “comerme el coco” para que, a nuestro regreso, subiésemos al animalito a casa, justamente una semana antes de que los del “Centro de Protección Animal” llegasen con la jaula trampa. ¡Chispi se salvó! Él sí, pero desgraciadamente el gato macho, el que según me comentaron era el padre, cayó en ella pues, aún a sabiendas de que yo me quedado con el gato que vivía en el patio, no anularon la orden. Según me dijeron el gato que cayó en ella no vivía en la comunidad sino que entraba en la mañana y en la noche para “echar un ojo” al cachorro. ¡Caro precio pagó! Al enterarnos de ello nos pusimos en contacto con el Centro de Protección Animal. Ellos nos dijeron que la única forma de sacar al gato era haciéndonos cargo de él y que si no era a sí, a los tres días le sacrificarían. ¡Joder con los protectores de animales…! Se ve que protegen a los animales… humanos, claro… Cuando escuché esto y se lo dije a mis hijos decidimos movilizarnos para evitar la muerte de un ser vivo.
Hablamos con conocidos, buscamos en Internet asociaciones y albergues pero ninguno pudo hacerse cargo pues o tenían ya gatos a su cargo o ya no había (en el caso de los albergues) lugar para uno más, ni siquiera en plan “apadrinando un gato”; es decir, abonando una cantidad mensual por él. Juro por Dios que me sentí impotente y muy, muy triste. Pero ¡¿cómo iba a hacerme cargo de ese otro gato también?! Nada podía hacer, excepto… llorar por él.
¿Para qué escribo esto? No sé, quizá para sacar ese dolor que aún tengo dentro. ¡Ojalá y pueda servir para algo! Quizá alguien encuentre la manera de ayudar a las asociaciones para que hagan más albergues o yo que sé… Lo que sí sé es que en su momento me subí a Chispi por las circunstancias tan nefastas que existían, pero ahora estoy encantada con él aunque eso sí, se sube por las sillas y por los sofás, araña las sábanas que los protegen y también me llena de “enganchones” los visillos pero a cambio, a cambio nos da la alegría de su compañía y nos llena de risa con sus piruetas y sus “monerías”… Y además, ¿acaso tienen más valor unos muebles que una vida…? Gracias por leer esto y aún más os las doy si leéis el relato adjunto.
Septiembre de 2011
Rosa Castrillo