Recuerdo que cuando era pequeña mi madre, a la hora de dormir y ante mi pertinaz cabezonería en no obedecer sumisamente al llamado de la familia Telerín -que eran unos dibujos que salían en televisión mandándonos a la cama -, me decía que si no me dormía pronto vendría a buscarme el hombre del saco. Por supuesto que a esa edad me lo creía todo y me tapaba hasta la cabeza por miedo a que ese malvado hombre viniese por mí y me llevase con él, dentro del saco.
Lógicamente según fui creciendo dejé de creer en tal cuento, hasta hace pocos días que pude cerciorarme de la existencia de tal hombre. Ocurrió en un pueblecito de Toledo en el que unos familiares vivían. Hacia tiempo que no íbamos por allí y como hacia buen día decidimos hacerles una visita. Les telefoneamos y se alegraron mucho, pues son gente muy afable y, como buenos castellanos, demuestran siempre y en todo momento una gran hospitalidad a todo aquel que va a su casa. Nos dijeron que iríamos a comer a la portada pues así podríamos asar chuletas, chorizos y panceta en las parrillas en la lumbre hecha con sarmientos. ¡Umm, aún recordaba el delicioso sabor que éstos dan a todo lo que con ellos se cocina!
La portada en una extensión de terreno – más o menos grande – cercada por paredes, con una gran puerta para que puedan acceder incluso tractores. Allí suelen guardar la leña para las estufas y chimeneas; también los sarmientos. Normalmente dentro de ella construyen un gran cocinón, que es una habitación muy amplia en la cual aparte de cocina hay mesas, sillas y sillones; vamos un “todo en uno”. También suelen tener un cuarto de baño y una gran cochera . Pero lo más bonito de la portá (así le llaman mis parientes a la portada) son sus árboles y su gran huerta con pozo incluido. Es un lugar ideal para que los animales domésticos vivan.
Cuando llegamos enseguida salió a saludarnos la perrita, muy contenta porque hacia mucho que no nos veía. ¡Es sorprendente cómo nos conocen por el olfato! Después de saludar a Cuca acariciándola y arrojando una piedra para que fuese a buscarla (era su juego favorito), vimos unos pequeños y lindísimos gatitos. Al preguntar nos dijeron que dos de las gatas habían parido al mismo tiempo.
Eran graciosísimos, correteando y subiéndose por la leña apilada contra el muro. Allí, escondidas de las miradas de los humanos, las madres los habían traído al mundo. No se nos acercaron en todo el tiempo, desconfiaban de nosotros. Uno de los familiares nos dijo que nos mantuviésemos alejados pues podrían arañarnos. Luego supe el motivo. Su instinto les ponía en guardia. Lamentablemente de nada les serviría.
Ante mi atónita mirada me dijeron que ya habían sacrificado a dos de ellos el día anterior – esa tarde respetaron a los otros a causa de nuestra visita – . Yo no lo podía creer, y entonces me explicaron la forma, eso sí, dificultosa de cómo lo hacían:
Nos colocamos unos guantes grandes y fuertes, de esos que se utilizan en las fábricas para sujetar cosas incandescentes, para evitar ser arañados, y una vez los capturamos los metemos en un saco y …
¡Dios qué horror!, exclamé tras escuchar semejante relato.
Los estrellan contra una pared. Los matan a golpes. Aunque visto desde su perspectiva eso es menos cruel a dejarles morir por asfixia, dentro del saco. ¡Joder, vaya consuelo me daban!
Lógicamente atraparlos es difícil ya que los animalitos se esconden entre las cepas que hay amontonadas en la portada, pero de nada les sirve ante las artimañas del “hombre del saco”.
De buena gana me los hubiese traído, pero no era posible. Tampoco para ellos – la gente de pueblo – es posible criar tantos gatos una camada tras otra.
Es terrible, es injusto, pero no se puede hacer nada. La gente de campo, cuyos ingresos son más bien escasos, no pueden permitirse el llevar al veterinario a sus animales para evitar que gesten seres vivos que no llegaran a vivir.
Después, con el paso del tiempo, me enteré que en las ciudades también existe un “hermano gemelo” del hombre del saco: el de la caja metálica. Estos trabajadores son enviados por estamentos públicos para “controlar” la fauna felina de la ciudad, especialmente cuando a los vecinos de las distintas comunidades les molesta que estos moren por los jardines de la vivienda, ejerciendo un derecho que ellos mismos se otorgan entre la vida y la muerte.
Para atrapar a los gatos callejeros utilizan cajas-trampa metálicas en las cuales introducen algo atrayente para el pobre minino que, sin más pecado que el vivir libres y sin dueño, caen en ella irremisiblemente. Una vez cazado el animal, estos profesionales se los llevan al centro de recogida y si en el período de tres días nadie los reclama o adopta son exterminados.
Después de todo esto pensé lo mucho que desearía tener dinero o ser veterinaria para crear una ONG en la que recoger a gatos abandonados y para esterilizar a gatas o gatos callejeros, que una vez recuperados y con su correspondiente chip, pudiesen vivir libremente en calles o portadas sin el problema de la reproducción, y de esta forma poder evitar el sufrimiento y muerte de esos pobres e indefensos cachorritos cuyas uñas de nada sirven ante los guantes que protegen las manos que firmarán su sentencia de muerte…
Y es que desgraciadamente el hombre del saco existe… Al menos, para ellos.
Septiembre de 2011
Rosa María Castrillo Rodríguez