En octubre de 2010, los actuales miembros de la antigua hermandad de George W. Bush en Yale, la Delta Kappa Epsilon (DKE), marcharon delante de las alumnas del primer curso coreando: “¡No significa sí! ¡Sí significa anal!”. Portaban pancartas en las que se podía leer: “Nos gustan las putas de Yale”.
Dieciséis estudiantes, algunos de ellos graduados, que sintieron que la administración de la universidad hizo muy poco por frenar semejante vulneración del derecho de las estudiantes a vivir en un entorno de igualdad, presentaron en marzo una demanda contra Yale. Pero el juicio no frenó el incidente de la DKE. Las mujeres del primer curso fueron catalogadas por su sex appeal, y Yale no respondió de forma adecuada. Según Alexandra Brodsky, estudiante junior y una de los 16 demandantes, los estudiantes están “frustrados y molestos porque Yale no cumplió con su obligación a la hora de responder de estos actos de acoso y asalto, lo que perpetúa un entorno en el cual estos actos están bien”. Esta demanda coincide con una investigación del Departamento de Educación y Derechos Civiles. Este no es un tema menor: Yale, así como otras universidades estadounidenses, recibe millones de dólares cada año, una aportación que peligraría si se descubriera que la universidad tolera un entorno educativo en desigualdad.
En 2004, escribí un artículo para el New York Magazine en el que contaba el acoso al que fui sometida en mi tercer año en Yale por parte de un reputado profesor. También escribí sobre el encubrimiento por parte de Yale de muchos incidentes como el mío. Por eso la demanda de los estudiantes no me sorprendió. De hecho, cuando en 2004 intenté informar a la universidad de lo que me había ocurrido en 1983, me encontré con las mismas pautas de obstrucción a las víctimas y la misma defensa de los responsables de esos actos. Durante mi investigación, escuché a mujer tras mujer sostener que tal profesor o tal hermandad habían perpetrado o participado en múltiples ataques o acosos. Víctima tras víctima pidió, de forma desgarradora, “ayuda”. Pero yo no podía hacer nada, porque las mujeres prefirieron permanecer en el anonimato y porque la universidad trató cada caso como alto secreto. Los presuntos acosadores eran libres de enseñar en una nueva universidad -donde más mujeres jóvenes (y, en algunos casos, hombres)- se podrían convertir en sus presas.
Para terminar de agravar el problema, Yale cuenta con su propio cuerpo de Policía en el campus, pero las víctimas en muchos casos no son conscientes de que esto contribuye potencialmente a contener los escándalos. Incluso me han revelado informes de al menos tres presuntas agresiones sexuales de miembros del profesorado durante la década pasada -dos de los cuales fueron informados por dos mujeres que involucraban al mismo hombre-. Sé que, más recientemente, una estudiante ha llevado a cabo acciones legales contra un miembro del personal universitario que, según ella, la drogó con Rohypnol, la llamada “droga de las violaciones”, y la atacó. Yo conozco estos hechos, pero no puedo denunciarlos debido a los protocolos de confidencialidad.
Cada una de estas mujeres se siente sola. Igual que prácticamente en todas las universidades privadas de EEUU, Yale se ha refugiado en la “privacidad” para mantener ocultos estos incidentes, de tal manera que los y las nuevos estudiantes no tienen ni idea de qué persona, de entre el personal de la universidad o los estudiantes, es peligrosa; en qué fraternidades se producen acosos o algo peor; ni cuándo deben dejar la puerta abierta en un encuentro entre profesor y alumno. Pero creo que las propias víctimas tienen responsabilidad sobre esto. La excusa de mantener el anonimato o la confidencialidad sólo sirve para ocultar conductas criminales. Algunas feministas me han atacado por esto, pero las cifras me dan la razón: hace 30 años, el 30% de las denuncias de violación en EEUU y Reino Unido se llevaron a juicio; hoy día, después de tres décadas de informes confidenciales de delitos sexuales, este número es del 12% en EEUU y del 6% en el Reino Unido. Esto es así en buena parte porque la confidencialidad impide a los medios de comunicación arrojar luz sobre los delitos, limita las bases de datos de agresores reincidentes e impide dilucidar qué institución -el tribunal, la universidad o la comisaría- es más efectiva a la hora de afrontar estos casos. Como resultado, se puede estar corriendo un velo sobre crímenes bajo la intención de “proteger a las víctimas”.
Según se informa ahora, Yale está en contacto con los 16 estudiantes para recopilar historias de agresiones y acosos sexuales que abarcan dos décadas. Pero si los propios estudiantes las hubieran hecho públicas hace años, seguramente Yale no hubiera continuado protegiendo durante tanto tiempo a los criminales sexuales. Los estudiantes tienen razón: un entorno sexualmente abusivo hace más difícil estudiar y aprender. Pero las víctimas -ya sean estudiantes o antiguos alumnos- harían bien en respirar bien hondo, dar un paso hacia adelante y contar sus historias bien alto. Sólo entonces Yale y otras instituciones se verán forzadas a vérselas públicamente con un problema que ha existido desde hace generaciones.
Naomi Wolf es una feminista estadounidense que escribe en numerosas publicaciones. Entre otras obras es la autora de The Beauty Myth
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