Aquí insertamos un artículo de Juan Torres, catedrático de economía, que aclara aspectos relativos a la crisis ya a los problemas a los que nos enfrentamos para salir de ella.
La economía española se encuentra en una situación muy difícil. Su modus operandi de decenios anteriores está completamente agotado y la confluencia de tres factores decisivos (su pertenencia a una unión monetaria sin voluntad de disponer de políticas económicas que resuelvan las asimetrías que se dan entre los países que la componen, los rebrotes de la crisis financiera internacional y la peculiar situación de la política interna española) limitan casi totalmente la capacidad de maniobra que necesitaría el gobierno para logar que España saliera airosa de la situación. La crisis y los problemas estructurales de la economía española: ¡ya no va más! En España se produjo también la crisis estructural y el mismo tipo de ajuste neoliberal que en el resto del mundo y que, en última instancia ha sido el que ha provocado la última crisis financiera, una expresión más aunque mucho más grave de las consecuencias que lleva consigo el haber situado al capital y a la especulación financieros en el epicentro de la actividad económica. Pero aquí se ha producido un hecho diferencial que es el que a mi juicio explica que ahora esté sufriendo la crisis de modo también singularizado. Me refiero a la casi completa coincidencia de la crisis estructural y el ajuste con una salida pactada a la dictadura franquista que dejó en gran parte intactos sus modos de operar y los privilegios de los principales grupos de poder económico de la dictadura, y de ambas circunstancias con el tardío proceso de construcción del Estado de Bienestar en España que se inició en la transición y más concretamente con el primer gobierno del partido socialista. La presencia combinada de todas esas circunstancias es lo que explica que ninguno de esos procesos haya salido como debiera haber salido para que hubiera fortalecido a nuestra sociedad y a nuestra economía. Y también algunos de sus rasgos estructurales que ahora pesan como una losa sobre nuestra economía: – La debilidad de las clases trabajadoras y de sus sindicatos en contraste con el gran poder de los principales núcleos oligárquicos conformados durante la dictadura y que todavía siguen dominando los centros de gravedad de la economía española. – La conformación muy imperfecta de instituciones decisivas como el mercado de trabajo (dual, de poder muy asimétrico y con fuertes residuos corporativos), el financiero (muy concentrado, protegido y con una perversa influencia sobre el poder político) y el propio sector público, poco eficaz como consecuencia de su gran dependencia de los intereses privados, lo que, entre otras cosas, ha impedido usar con toda su eficacia instrumentos esenciales de transformación social como la política fiscal (que no ha podido imponerse nunca sobre la aversión a los impuestos de las clases adineradas). – Un gran déficit de capital social y humano y de estructuras de bienestar colectivo que ha influido negativamente en aspectos tan importantes como el desarrollo de la investigación y la innovación o la incorporación de las mujeres a los mercados laborales. – La dificultosa y traumática vinculación de la economía española con el exterior, esclava del capital extranjero y obligada a competir mediante la especialización empobrecedora en bienes y servicios de poca calidad y bajo precio y recurriendo periódicamente a la devaluación. – Una desigualdad originaria en el reparto de la renta que apenas si ha podido ser compensada por las políticas redistributivas y que en todo caso aumenta desproporcionadamente cuando éstas se debilitan. El modelo social que nació de la combinación de estos rasgos es el que Vicenç Navarro ha denominado con toda razón como de bienestar insuficiente y democracia incompleta. Y el modelo productivo que se ha ido consolidando con esos mimbres es uno de baja productividad al estar basado en el uso más barato posible de la mano de obra; de escasa innovación y bajo valor añadido; dependiente del exterior y parasitario de los negocios, de las rentas y las subvenciones procedentes del sector público; de escasa fortaleza endógena debido a la desigualdad; altamente endeudado como consecuencia de la escasez de las rentas familiares y del poder político de la banca; desindustrializado como consecuencia de la externalización y de la supeditación a los intereses globales del capital extranjero que se ha hecho con las redes empresariales más importantes; con grandes tensiones sobre los precios como consecuencia del poder oligopólico que predomina en la mayoría de los mercados; altamente despilfarrador y gravoso para el medio ambiente; y, como consecuencia de todo ello, con una gran dependencia de la evolución del ciclo, tanto a la hora de generar actividad como, sobre todo, en cuanto a creación y destrucción de empleo se refiere. Este modelo de crecimiento ya produjo en los primeros años de la transición, más tarde en los ochenta y en 1992-93 crisis y fases de gran debilidad y de pérdida de empleos, perturbaciones financieras muy costosas y desajustes con el exterior que, antes de entrar en la zona euro, se pudieron resolver, como he señalado, a base de sucesivas devaluaciones. Y lo que ha sucedido en los últimos años anteriores a la crisis actual es que todos estos rasgos se acentuaron e incluso se exageraron. La entrada en el euro supuso inmensas entradas de capitales que favorecieron la acumulación de grandes patrimonios y un gran volumen de ahorro, si bien a cambio de perder la propiedad y el control sobre la práctica totalidad del aparato productivo, de una gran desindustrialización y de convertir así a la economía española en una fuente de renta para el capital extranjero a cambio de unos años de potentes ayudas y subvenciones que sostenían la demanda. Las reformas laborales permitieron la creación de miles de empleos precarios y de quita y pon. Los bancos, con la complacencia explícita de las autoridades monetarias, multiplicaron la oferta de crédito y el crédito abundante y más barato en términos reales en España que en el resto de Europa permitió mantener la demanda de consumo y que las empresas pudieran aumentar su poder de mercado y multiplicar sus beneficios. Los gobiernos establecieron las bases para un funcionamiento cada vez más especulativo y oligarquizado de la actividad económica, limitaron el esfuerzo para la creación de capital social (salvo en el caso de las obras públicas vinculadas al negocio de la construcción), renunciaron a establecer disciplina en los mercados, aliviaron las cargas fiscales sobre las rentas de capital, liberalizaron al máximo los mercados del suelo y la vivienda y todo ello alimentó una gigantesca burbuja inmobiliaria que se retroalimentó, proporcionando más liquidez y un incremento desorbitado de la deuda privada (lo que equivale a decir del negocio bancario, que llegó a ser en España mucho más rentable que en cualquier otro lugar de Europa). En solo seis años, de 2002 a 2008 el crédito total a residente aumentó un 70% y el endeudamiento neto de la economía española, que había crecido un 82% entre 1999 y 2003, lo hizo un 243% en los cuatro años siguientes, dedicándose el 70% de la nueva deuda a la inversión en la burbuja inmobiliaria. Para mantener el impresionante negocio de la burbuja los bancos y cajas españoles se endeudaron con otros bancos europeos. A diferencia de los de otros países, sus factor de riesgo no fue tanto la exposición a las hipotecas sub prime de Estados Unidos como la acumulación de activos vinculados a la burbuja inmobiliaria. Y, por eso, en lugar de ser receptores de riesgo por esa vía se convirtieron más bien en sus exportadores hacia los bancos que los habían financiado y que ahora se enfrentan temerosos a la situación económica de la banca y la economía españolas. Por supuesto, ésta última sufrió el impacto de la crisis mundial. Era inevitable, aunque sus bancos no estuvieran tan directamente afectados por la difusión de hipotecas basura y sus derivados como los de otros países, porque, en todo caso, les afectaba el racionamiento del crédito que produjeron las quiebras bancarias y la desconfianza generalizada y, enseguida que estalló la burbuja en España, su propia descapitalización interna. Así que, al igual que en otros lugares, la banca española también cerró el grifo de la financiación a la economía provocando todo lo más que se podía extender la destrucción de actividad y de empleo. Pero, a diferencia de lo ocurrido en otros países, el problema de la economía española era que hubiera entrado en crisis incluso aunque no se hubiera producido la financiera de nivel internacional. Agotado su modelo badado en la actividad inmobiliaria y en la generación de deuda privada, la economía española estaba condenada a caer en barrena con independencia de lo que hubiera sucedido con las hipotecas basura. Sin capacidad de maniobra Ante esta situación el gobierno reconoció, aunque muy tardíamente que la economía española no puede seguir desenvolviéndose como hasta ahora y ha propuesto un cambio de modelo y la puesta en marcha de estrategias de recambio productivo. Aunque la mayoría de ellas se las ha llevado el viento de la recesión cuando el gasto para evitar el colapso y satisfacer la demanda de recursos de la banca ha desbocado el déficit público, que ha llegado al 11,4% del PIB en 2009. Así se ha alcanzado una encrucijada muy delicada porque, por un lado, haría falta más gasto contracíclico pero, por otro, no hay ya prácticamente más capacidad para aportarlo. O se incurre en un gran sobrecoste en los mercados y se sufren los ataques especulativos y la extorsión política orientada a garantizar el pago y a evitar que de esa forma se afecte no solo a la imagen como deudor de España sino a la divisa europea… o se cambia de política, algo a lo que no parece estar muy dispuesto el gobierno ni para lo que se ha generado el clima y el poder social que pudieran hacer factible el cambio de estrategia. Lo que está ocurriendo entonces es que, en lugar de que España viva una evolución de la crisis más o menos acompasada con el resto de los países centrales de la Unión Monetaria, sufre lo que llamamos un típico impacto asimétrico con respecto a ellos y como consecuencia, en este caso, de la debilidad añadida que le produce su modelo económico agotado. El problema al que ahora se enfrenta España es el que advertimos muchos economistas en su día: una unión monetaria imperfecta que no dispone (porque se ha renunciado explícitamente a ello) de mecanismos de coordinación y reequilibrio. Los teóricos de las uniones monetarias demostraron hace años que, en esas condiciones, es inevitable el desenganche de las economías impactadas, que sufren un deterioro en actividad y empleo que puede llegar a ser irreversible. En esta coyuntura se añade además un factor que agrava la situación. Sabiéndose que es inevitable que se produzca, como se está produciendo, este desenganche, y conociéndose que la Unión Europea no tiene hoy día otra respuesta política que el más de lo mismo y ningún instrumento económico que pueda evitarlo, se está haciendo una verdadera y explícita llamada a quienes sostienen la deuda de la periferia europea, que seguramente no es ni la más elevada ni la más arriesgada desde el punto de vista de los compromisos de pago, pero sí la soportada por los estados política y económicamente más debiles y maniatados. Es verdad que eso ha sido siempre así, o al menos eso es lo que ha ocurrido en los últimos decenios en diversos países y situaciones. Pero ahora el agravante es que, como secuela de los continuos ramalazos de la inconclusa crisis que vivimos, y como resultado de la financiación tan generosa de los bancos centrales y gobiernos a la banca internacional, la especulación financiera se encuentra de nuevo desatada. La criminal paradoja que se está produciendo es que los bancos crearon la crisis, hundieron las economías, obligaron a que los estados se endeudaran para salvarlos y evitar la debacle y, puesto que ya no disponen de banca pública que hubiera podido hacerlo en otras condiciones, deben recurrir a los propios bancos privados que provocaron la crisis que así hacen ahora un negocio redondo suscribiendo la deuda. Y gracias al poder que mantienen impondrán condiciones draconianas a los gobiernos para que los recursos vayan, antes que nada, a retribuirla y garantizarla. Finalmente, no se puede dejar de mencionar la debilidad añadida que provoca la peculiar situación política española. La derecha, en una gran parte formada y consolidada en torno a los grupos de poder nacidos del franquismo, no está dispuesta de ninguna manera a ceder en la presión continua al gobierno que, para colmo, se viene enfrentando a la crisis con análisis erróneos, zigzagueando, sin proyecto, cada vez con menos credibilidad y con un liderazgo social más debilitado que nunca. Y, por otro lado, los sindicatos no terminan de tomar el timón de los intereses de los clases trabajadoras y los grupos la izquierda del partido socialista se encuentran divididos y debilitados España lo tiene difícil. No puede hacer frente a la quiebra de un modelo y a la ofensiva especuladora por sí misma porque ni tiene fuerza endógena ni instrumentos para hacerles frente. No tiene salida sin Europa pero el neoliberalismo que impregna a esta Europa es el responsable de gran parte de sus males. Juan Torres López es catedrático de economía aplicada en la Universidad de Sevilla. Le Monde Diplomatique, marzo 2010
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