David Casassas presenta el último libro de Julie Wark: Manifiesto de derechos humanos, Ediciones Barataria, Madrid, 2011.
Brillantemente escrito por Julie Wark, investigadora independiente radicada en Barcelona desde hace casi tres décadas y veterana luchadora por la causa de la democracia y los derechos humanos, el Manifiesto de derechos humanos recientemente publicado por Barataria no podía llegar en mejor momento. Vivimos –es bien sabido– en un mundo en el que la erosión de las bases materiales y jurídicas de la libertad y la democracia, bajo la forma de recortes neoliberales, golpes de estado tecnocrático-oligárquicos e injerencias imperialistas de muy diversa índole, convive con las más decididas proclamas en favor de la libertad, la democracia y los derechos humanos por parte de sus propios agresores. En un contexto así, se hace necesario recordar el sentido originario y el alcance político, profundamente transformador, de nociones y proyectos que, como el de los derechos humanos, nacieron y crecieron de la mano de un programa civilizatorio, el de la economía política popular, orientado a deshacer privilegios y a universalizar el derecho de las personas a decidir sobre sus propias vidas. A dicho empeño está consagrado el libro de Julie Wark, un libro que es al mismo tiempo “librito” –finalmente, se trata de menos de doscientas páginas de ágil narración y persuasiva exposición de motivos– y auténtico tratado de economía política –por mucho “librito” que sea, el calado intelectual y político de este ensayo lo sitúa en el terreno de quienes pensaron y piensan, en el ámbito de la teoría social y política, los posibles contenidos económicos y sociales de las libertades individuales y colectivas–.
Derechos humanos como economía política
En cierto modo, el manifiesto de Wark gira alrededor de una impugnación de la tesis de T.H. Marshall, acogida con fervor por el pensamiento liberal, según la cual han existido y existen tres generaciones de derechos: según tal perspectiva, habría unos derechos de primera generación de carácter político, unos derechos de segunda generación de índole económica y social y unos derechos de tercera generación de tipo cultural o colectivo. Y tales derechos –establece el discurso marshalliano– pueden conquistarse independientemente: bien mirado –aseguran quienes comparten tal visión–, esto es lo que ha ocurrido históricamente y sigue ocurriendo hoy en un mundo en el que en muchas ocasiones contamos con derechos políticos pero carecemos de derechos económicos y sociales. Al decir de Wark, constituye ésta una ficción que siempre interesó al mundo liberal, al cual le ha venido como miel sobre hojuelas el poder afirmar que, si bien el capitalismo puede que desatienda aspectos sociales importantes, por lo menos nos brinda libertades políticas. Pues bien, Julie Wark se revuelve contra esta idea: no existen derechos políticos si no son al mismo tiempo derechos económicos y sociales y si no nos sitúan en el seno de comunidades vivas, densas y no fracturadas; o, dicho de otra forma, los derechos políticos, como la democracia y la libertad, tienen unos fundamentos materiales que conviene no soslayar. En suma: los derechos no son divisibles. Tampoco los derechos humanos.
Todo ello implica el establecimiento de un nexo de unión entre derechos humanos y economía política, tal y como ésta se entendía durante la Ilustración: sólo puede haber derechos humanos si se nos considera no meros espectadores de un teatro del que sólo somos las víctimas, sino verdaderos actores, esto es, agentes económicos y sociales con verdadera capacidad de participar, de co-determinar la forma en que producimos y distribuimos todo tipo de bienes, sean éstos materiales o inmateriales, la forma en que construimos el mundo en el que vivimos. Uno de los mayores aciertos del manifiesto de Wark radica en el hecho de que en él la autora vincula estrechamente la cuestión de los derechos humanos a la pregunta sobre qué economía política tenemos o queremos tener: ¿una tiránica y excluyente o una de carácter democrático, popular e inclusivo? La génesis de los derechos humanos –o su defunción inexorable– tiene mucho que ver con las respuestas que demos o podamos dar a esta pregunta.
Pero hagamos un paso más. Si los derechos humanos no son divisibles, tiene que haber un cemento que los vertebre, que los unifique en un todo continuo. ¿Cuál es dicho cemento? Al decir de Wark, y de acuerdo con la tradición del republicanismo democrático, del derecho natural revolucionario y de la economía política de vocación emancipatoria, dicho cemento lo encontramos en la idea –y en la praxis, cuando ésta es posible– del derecho a la existencia material en condiciones de dignidad. Somos seres humanos plenamente capacitados para construir nuestras propias vidas –es decir, contamos con los derechos que deberían corresponder a los humanos– sólo cuando tenemos la existencia garantizada y, a partir de ahí, podemos ejercer todas nuestras facultades, sin amputaciones o entorpecimientos.
De ahí que los derechos humanos sean incompatibles con el capitalismo, como lo son también la democracia, la libertad efectiva e incluso una idea elementalmente sólida de lo que debería ser un mercado verdaderamente libre –¿o acaso hemos olvidado la multiplicidad de formas, algunas de ellas potencialmente emancipatorias, que podrían presentar posibles mercados de naturaleza no capitalista?–. Dicha incompatibilidad entre derechos humanos y capitalismo responde, fundamentalmente, al hecho de que éste se basa en la desposesión de la gran mayoría, en la negación del derecho a la existencia de la gran mayoría. En este punto, resulta altamente instructivo, a la par que inquietante y potencialmente subversivo, el brillante análisis –y juicio y condena– que la autora ofrece del funcionamiento del neoliberalismo como forma específica del capitalismo entre 1970 y la actualidad, un análisis en el que se muestran las nuevas –y las no tan nuevas– formas de desposesión que en él se han dado y se dan, en parte como resultado de un pasado –y de un presente– colonial e imperialista que Wark conoce, reconoce y censura. En particular, la autora se detiene en un incisivo examen del capitalismo financiarizado y rentista, por un lado, y, por el otro, en una eficaz pintura del papel de las grandes corporaciones transnacionales en la derrota de los derechos humanos a escala global: sea por la explotación a la que han sometido a individuos y a sociedades enteras, sea por el bloqueo de la economía productiva que han ocasionado allá donde han operado, tales transnacionales han imposibilitado el ejercicio del derecho a la existencia por parte de una inmensa mayoría. Finalmente, Wark emprende una minuciosa revisión de las formas y dimensiones de la pobreza; y lo hace desde la indignación y a la vez con un agudo sentido político, pues, como afirma, pobreza no es sólo privación –lo cual es ya injusto, indigno e indignante–: pobreza es también pérdida de poder de negociación, pérdida de libertad individual y colectiva, carencia de una base material sólida que nos libre de la obligación de aceptar las condiciones de vida que otros imponen, que nos permita vivir, como decía Marx, sin tener que pedir permiso a los demás de forma cotidiana para sobrevivir.
Tales son, pues, las razones por las que, de acuerdo con la autora, los derechos humanos son incompatibles con el capitalismo. Y es por todo ello por lo que conviene tomar conciencia de que los derechos humanos sólo los puede hacer posibles la transformación social en clave revolucionaria. En efecto, hacer efectivos los derechos humanos exige (estar dispuestos a) subvertir estructuras básicas del funcionamiento de nuestras sociedades.
El deber de rebelión
Quizás por ello, este libro, que nace de una mirada moral al mundo, que está escrito desde la indignación, desde el sentido del escándalo, desde la empatía para con los desposeídos y las desposeídas (de derechos humanos), no se detiene en la moral o la moralina –no es para nada un libro “moralizador”–, sino que nos propone –nos exige, cabría decir– que pasemos a la acción. Pues los derechos humanos son por definición un concepto y un proyecto revolucionarios, insiste la autora. Y si los derechos humanos son revolucionarios por definición, es porque combaten aquellos mecanismos que subyacen a las grandes desigualdades existentes en el capitalismo. Pues “no hay derecho que los derechos no sean para todo el mundo”, afirma la autora. Pues no hay derecho que mientras unos viven bunkerizados en los dominios de la opulencia –o mejor, precisamente porque unos viven bunkerizados en los dominios de la opulencia–, otros –los muchos, las muchas– se ahoguen en el barrizal del sufrimiento y de la carencia de libertad. El de los derechos humanos es, pues, un proyecto cultural y político –civilizatorio– orientado a lograr la igualdad en la libertad efectiva, la igualdad en la capacidad de moldear nuestros proyectos de vida y de llevarlos a cabo; si se prefiere, la igualdad de oportunidades.
Para ello, Julie Wark identifica dos grandes objetivos que es preciso definir conceptualmente y para los cuales es urgente actuar políticamente. El primero de ellos es el establecimiento de un suelo, de un conjunto de recursos básicos que garanticen el derecho a la existencia de todos y todas. Al decir de la autora, en lo que constituye una de las defensas más vigorosas e incisivas del vínculo existente entre derechos humanos y renta básica, una transferencia monetaria universal e incondicionalmente conferida al conjunto de la ciudadanía sería, por muchas razones, tanto en el Norte como en el Sur, uno de los mejores instrumentos –si bien no el único– para la introducción de dicha base material y, a partir de ahí, para el logro de mayores niveles de igualdad de oportunidades y, a la postre, para el progreso de los derechos humanos en las sociedades contemporáneas.
El segundo objetivo tiene que ver con el establecimiento de controles y restricciones a las grandes concentraciones de riqueza y de poder económico en pocas manos. En efecto, los agentes económicos más poderosos, cuando se hallan libres de toda brida que encauce su actividad, tienden a destruir los espacios sociales y económicos en los que estamos llamados a desplegar nuestros proyectos de vida: ellos definen las reglas del juego y, haciéndolo, tienden a excluirnos del juego en cuestión. Tales concentraciones de poder económico privado, pues, deben ser políticamente combatidas y, a ser posible, erradicadas por los medios que en cada momento se estimen más adecuados.
El Manifiesto de derechos humanos de Julie Wark, pues, es un libro moral, abiertamente “indignado”, y, al mismo tiempo, profundamente político, decididamente rebelde: se trata de un libro que busca formas de intervención social y económica encuadradas en el seno de proyectos colectivos lo más exhaustivos posibles que aspiren a lograr vías político-institucionales para garantizar a todas las personas niveles relevantes de independencia socioeconómica y, a partir de ahí, posibilidades reales de articular una interdependencia verdaderamente deseada por todas las partes. Quizás por ello –dicho sea de paso– la autora se muestre tan crítica con el humanitarismo de ministerio de defensa –y a veces también de ONG–, en el cual ve formas posmodernas de la caridad de siempre –todo ello, cuando no se trata, sencillamente, de mera propaganda para encubrir prácticas neo-imperialistas–.En cualquier caso, muestra de un cosmopolitismo genuino tan poco habitual como necesario en un ensayo de vocación universalista –por el libro transitan actores y episodios procedentes de los cinco continentes, actores y episodios que la autora demuestra conocer de primerísima mano–, el Manifiesto de derechos humanos de Julie Wark, de escritura precisa y torrencial al mismo tiempo, como procedente de una narración que se desencadena implacable, de una historia que se despliega y atrapa y finalmente enoja y subleva, adquiere el tono de esos textos necesarios que se dirigen a cualquiera –esto es, a todo el mundo– y que parecen haber sido escritos, no ya por una persona, sino por una época histórica entera.
David Casassas es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.
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