16.12.2010 · Luis Acebal
Próximo ya al fin de sus días el viejo Pericles pronunció, en honor de las víctimas de la guerra, un discurso que quedó escrito y así ha llegado hasta mí:
“Nuestro gobierno no pretende imitar a nuestros vecinos; somos, muy al contrario, un ejemplo para ellos. Porque si bien es verdad que formamos una democracia, por estar la administración en manos de muchos y no de unos cuantos, en cambio nuestra ley establece igual justicia para todos. Además nuestro pueblo reconoce la superioridad del talento, y cuando un ciudadano se distingue de los demás por su carácter, el pueblo lo designa para los cargos públicos, no por derecho de clase, sino como una recompensa a su mérito. Ni la pobreza es un impedimento entre nosotros para desempeñar cargos públicos; cualquier ciudadano puede servir a la patria, por humilde que sea su nacimiento. No hay privilegios en nuestra vida política ni en nuestras relaciones privadas; no recelamos unos de otros ni nos ofendemos por lo que haga nuestro vecino, aunque no nos guste. Mientras vivimos así libres en nuestra vida privada, un espíritu de mutua reverencia prevalece en nuestros actos públicos, y el respeto a la autoridad y a las leyes nos impide obrar mal. Tenemos además en gran estima a los que han sido elegidos para proteger a los débiles y practicamos la ley moral que castiga al transgresor con un sentimiento general de reprobación”.
Y un poco más allá: “Empleamos las riquezas no en alardes de vana ostentación, sino donde son realmente necesarias. Confesar la pobreza no es una vergüenza entre nosotros, sino la abyección y la miseria. Un ciudadano de Atenas no abandona los asuntos públicos para ocuparse solo de su casa, y hasta aquellos de nosotros que tienen grandes negocios están también al corriente de las cosas del gobierno. Miramos al que rehúye el ocuparse de política, no como una persona indiferente, sino como un ciudadano peligroso; y si hay pocos de nosotros que sean aptos para proponer, todos somos buenos para decidir en los negocios del estado. Es opinión nuestra que el peligro no está en la discusión, sino en la ignorancia, porque nosotros tenemos como facultad especial la de pensar antes de obrar, y pensar aun en medio de la acción, mientras que otros son valientes en la ignorancia y vacilan en cuanto empiezan a pensar…”.
El nombre de ese que rehúye el ocuparse de las cosas públicas era en Atenas el de “idiotés” derivado de “ídios”, que es lo propio de uno (véase en la palabra “idiosincrasia”). En definitiva, el idiotés es el que está solo a lo suyo sin que le interese lo de todos los demás. Este, según el genio militar, político y filosófico de Pericles, el que dio su nombre al siglo V a.C., este es “el ciudadano peligroso”.
Cierto que “idiota” tiene también otra etimología, por eso sin duda cuando estudiábamos bachillerato en el siglo pasado algunos les llamaron “ilotas”, para distinguirlos de los idiotas, imbéciles y similares. Pero el origen en el término “ídios”, aludiendo a ese estar a lo suyo, aparece claramente constatado y así lo cita Pericles. El conjunto de estos idiotas es el enemigo público número uno. El idiota de Pericles es el que en medio de los dramas y problemas más acuciantes se acerca al que manda y le susurra al oído: “¿y de lo mío, qué?”.
Lo suyo es siempre el dinero. Puede tratarse de algo más, pero siempre también el dinero. Por él llegan unos hasta la delincuencia, otros hasta la mediocridad. El dinero de todos estos idiotas decide la marca de sus coches, el tamaño y decoración de sus casas, el club al que pertenecen, el deporte que practican, los libros que leen o no leen, el centro educativo donde buscan compañías para sus hijos e hijas: siempre su… lo que sea. Qué hay de lo mío.
Lo malo que les ocurre es que con tanta gana y deseo de lo mismo, uno se siente en continua zozobra, porque todo se puede perder. Estos peligrosos idiotas olvidados de la colectividad que les rodea viven atemorizados.
Miedo al otro, miedo al cambio, miedo al futuro.
El miedo paraliza mucho y nuestra sociedad de idiotas es, como tal sociedad, una red dominada por la pasividad. Activo para lo mío, pasivo para todo y todos los demás. No se mueve un dedo ni por la propia madre, por poca lata que dé. Hay que mirar a los mercados y ya está.
Ya podrá ocurrir lo más terrible, que lo mejor es dejarlo ir y callar. A mí que me registren.
El miedo enmudece. No hables, no lo vayas estropear todo. Repite lo que digan los que crees que te favorecen. No digas imprudencias, que luego salen en los dichosos cables de Wikyleaks. Qué atrasado parece eso de los cables.
En todo esto voy pensando, recordando a Mauricio Rosencof y su obra breve: “las cartas que no llegaron” (Alfaguara, 2002). Una persona muy querida me ha regalado este libro para Navidad y me subraya una frase:
“El silencio es el verdadero crimen de lesa humanidad”.
Me dicen que este volumen ya no se encuentra fácilmente en las librerías, que solo unos cuantos tendremos la suerte de haberlo leído. Algunos de los muchos que queremos hablar.
Deja una respuesta