Dos psicologías enfrentadas
Por Carlos Paris
“Voy a imprimir un pequeño giro al tema que me ha sido propuesto por la organización del Congreso, “Prostituidas y prostituidores: dos psicologías enfrententadas”, para analizar más que los aspectos psicológicos- en que, por añadidura no soy experto- los roles o papeles de ambas partes. Pienso, en efecto, que las psicologías en cuanto fenómenos individuales, tanto del cliente como de la prostituída, pueden ser enormemente variadas, recorren un amplísimo campo de posibilidades, en cambio, sus situaciones objetivas, los papeles desde los cuales uno y otra se relacionan resultan susceptibles de una descripción comunitaria y representan el nudo del debate sobre la prostitución, así como de las políticas con que esta realidad debe ser afrontada. Y, como se trata de una relación dual, con funciones complementarias, me veré obligado a hablar de sus dos términos, no sólo el llamado “cliente” sino también de la mujer o prostituída. En esta perspectiva nos encontramos ante dos lecturas y valoraciones inversas: la que podemos designar como leyenda áurea o leyenda rosa de la prostitución y aquella que desvela la cruda realidad de los hechos.
Cliente y prostituta en la “leyenda äurea”
“Dos adultos mantienen una relación sexual tras convenir un precio”. ¿No constituye ello un acuerdo perfectamente aceptable? Puede ser repudiada semejante relación si es establecida con menores de edad, con personas sometidas a coacción, forzadas, o si entran en juego drogas ilegales. Pero no, si trata de una relación entre seres libres, en el ejercicio pleno de sus facultades. Así se explica la Asociación de Empresarios de Locales de Alterne, (ANELA) según reproduce Joaquín Prieto en una reciente colaboración publicada en El País. (1)
Consecuentemente, fuera de estos límites, condenar la prostitución únicamente tiene sentido desde posiciones que rechazan el sexo y su libre ejercicio, desde actitudes represivas ante la sexualidad. Ya sea por inmadurez y ñoñería ante nuestro cuerpo y sus pulsiones, por falta de capacidad para asumir nuestra plena realidad. Ya, según la doctrina católica oficial, por la ordenación de la sexualidad humana a la reproducción que permite su ejercicio exclusivamente dentro del matrimonio y sin el uso de medidas contraceptivas. Aunque, ciertamente los teólogos no hayan tenido empacho en considerar necesaria la prostitución, según la teoría del “mal menor”. Y, curiosamente, es esta teoría la que hoy vemos reaparecer, secularizada, en voces como la de la catedrática Mercedes García Arán, que, si bien no osan entrar a discutir éticamente la relación prostituyente, mantienen que su supresión generaría caóticos desordenes. (2)
Mas no es ésta teoría del mal menor, la visión expresada por la ANELA, y, en general, por las posiciones proclamadoras de la leyenda áurea. Según ellas, se trata de una relación en que un individuo, normal y mayoritariamente un hombre, requiere ciertos servicios y está dispuesto a pagar por su suministro, a quien se los proporcione. Estos servicios son de índole sexual. Pero nada los diferencia, a no ser que tengamos una concepción represiva de la sexualidad, de otros, tales como la limpieza del hogar, la atención del camarero o camarera a la mesa en que nos sentamos en una cafetería, el tratamiento por el médico de nuestras dolencias o la asistencia que el abogado nos proporciona en un trance jurídico. Y el individuo en cuestión busca y encuentra una mujer dispuesta a prestarle los servicios deseados. Lo hace libremente, de acuerdo con esta descripción, pero, sin duda -hay que reconocerlo- no por gusto, buscando su satisfacción propia, al modo del cliente. Ni mucho menos por amor, cosa imposible, tratándose, al menos en un primer encuentro, de un desconocido. Lo hace, y ello diferencia radicalmente esta situación de las habituales, normales, relaciones sexuales, para obtener unos ingresos que le permitan sobrevivir en los casos más necesitados o le posibiliten elevar su nivel de vida en meretrices acomodadas.
Entonces, su entrega y actividad ha de ser planteada como un trabajo. La prostituta es redefinida como “trabajadora del sexo”. Se aduce, para quitar hierro al asunto, que incluso hay trabajos más duros y más explotadores que el suyo. Y, como los otros trabajadores, la mujer dedicada a la prostitución debe obtener los derechos laborales que la actual legislación prescribe. Tal es la perspectiva de las relaciones entre cliente y prostituta defendida por los partidarios de la leyenda áurea y cuya consecuencia práctica es que la prostitución debe ser aceptada y mantenida, sin más necesidad que la de regularla por parte de los poderes públicos.
La cruda y dura realidad de la relación
Es interesante observar el falaz juego de esta descripción punto por punto. Algunos detalles de importancia menor, no dejan, sin embargo, de ser significativos. Por ejemplo, he hemos hablado de “un individuo” y ello no siempre se ajusta a la realidad. No debemos olvidar que muchas veces la visita a los burdeles se realiza en pandilla. Como una juerga colectiva, por hombres cargados de alcohol- droga admisibe en la doctrina de la ANELA, pues no está prohibida- y en un clima supermachista, en el cual alguno llega a decir: “vamos a dar una paliza a las putas”. Si no siempre es tan alto el grado de brutalidad y actitudes primarias, en todo caso resulta normal la acumulación de clientes que, sucesivamente, en lamentable hilera, se satisfacen con una prostituta, en ocasiones hasta agotarla. Según Anita Sand se puede contar el número de cuarenta o cincuenta clientes por cada mujer prostituída. (3)
Pero lo decisivo, sin extendernos en comentar aspectos más accesorios, es el deslizamiento que se ha producido de la realidad a su idealización manipulannte. Y la tranquila aceptación de un mundo degradado. Las relaciones sexuales humanas son expresión de un deseo libre y mutuamente compartido. Y tal es su normal realización. No debemos olvidarlo. En la prostitución asistimos a una radical transformación de estas relaciones. Degradadas y desiguales, se han convertido en “prestación de servicios”.
En términos lógicos reina una completa asimetría. Y dicha asimetría, expresada en su forma más suave, es la de un protagonista dominante y una sirviente. De un lado se sitúa activamente un hombre que experimenta la sexualidad como necesidad fisiológica y como voluntad de goce. Posee el poder del dinero y, aún podríamos añadir, el prestigio social. Actúa como soberano. De otro un sujeto pasivo, la mujer, o -si se quiere ampliar el campo hacia fenómenos más minoritarios- el ser prostituído, para quien la relación no tiene más razón y atractivo que el de los ingresos que le proporciona. Sólo éstos le dan sentido. Pero, entonces, se ha convertido, no ya en sirviente, sino en mero objeto, utilizado por el ser que goza de ella. Podemos decir que la mujer sumida en la prostitución no se ve en función de sí misma, sino en el espejo que es el ojo del cliente, como realidad que puede satisfacer a éste. Se ha borrado a sí misma, como ser personal, convertida en mercancía. Por supuesto, la terminología de cliente y prostituta, debe ser sustituída por la prostituidor y prostituída.
Patriarcalismo, mercantilismo y racismo en la prostitución
El carácter patriarcal de la relación resulta evidente. Corresponde a un mundo en que el varón maneja el dinero y tiene derecho a satisfacer a gusto sus instintos. Son tan poderosos que no se les puede poner barreras. En otro caso se incendiaría el mundo. La mujer aparece como un ser necesitado, carente de posibilidades por sí misma y además es despojada de sexualidad propia. Aunque rizando el rizo de sus sumisión, simule un placer no experimentado, para gratificar la virilidad del prostituidor. Es el colmo de la farsa montada por la dominación patriarcal.
Significativo de este carácter patriarcal de la prostitución resulta el hecho de que el combate por la abolición de la prostitución es en su mayor parte librado por mujeres feministas. Por aquellas que promueven un mundo igualitario, roto el dominio del varón, mientras que tantos hombres se muestran partidarios de mantener la prostitución. Los que la defienden más encarnizadamente son beneficiarios económicos del fenómeno como empresarios o chulos, otros se complacen en frecuentar los burdeles y finalmente muchos poco sensibles para la liberación total de la mujer se muestran indiferentes o abogan por la regularización. Y, así, sólo se consiguió la prohibición y sanción de los clientes en Suecia, cuando el Parlamento resultó compuesto igualitariamente por hombres y mujeres.
Junto al patriarcalismo, se manifiesta el mercantilismo que ha dominado la historia humana y ha alcanzado su ápice en el capitalismo. Ambos en estrecha relación. Como acabo de escribir es el varón quien maneja el dinero. Compra a la mujer en la forma más extendida de prostitución. En nuestra sociedad capitalista en que el dinero constituye el resorte más importante de poder, su distribución entre sexos es aplastantemente desigual en todos los niveles sociales. De un lado la feminización de la pobreza, de otro la acumulación de la riqueza o la superioridad de ingresos en manos masculinas. Y a partir de aquí la mercantilización inunda todo el mundo que estamos analizando.
Conforme a una sentencia del Tribunal de Luxemburgo de 2001 la prostitución constituye una “actividad económica”. Para la OIT (Organización Internacional del Trabajo) el “sector sexo” debería ser incluido en el actual mundo industrial. (4) Y, evidentemente, estamos en presencia de una actividad económica. Según datos aireados por la portavoz socialista en la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo, Elena Valenciano, sólo en España mueve dicha actividad 40 millones de euros diarios y alcanza en el mundo la cantidad de 5 billones de euros anuales. (5) En algunos puntos del planeta este mercado del sexo alcanza proporciones extraordinarias. Según el informe de la OIT la prostitución constituye la principal fuente de ingresos en las economías deprimidas del sureste asiático (Malaisia, Indonesia, Tailandia y Filipinas). Ello ha exacerbado el reclutamiento de mujeres para dicha actividad. (6)
Y, en conjunto, se sitúa junto al mercado de armamentos y la droga entre los más cuantiosos negocios de nuestra sociedad. No deja de sorprender entonces el interesado y acendrado vigor con que la prostitución es defendida por sus actuales beneficiarios. Pero, aún se llega más lejos, cuando se proclama que su legalización suministraría importantes ingresos a las arcas de los Estados, gracias a la percepción de impuestos, como también defiende la OIT.
Mas semejante situación convertiría al Estado en cómplice y proxeneta. Consideración nada honrosa para un Estado que se pretende de Derecho. Al término despectivamente usado de “Estado bananero” habría que añadir ahora el de “Estado putero”. Y es que, evidentemente, el hecho de que la prostitución constituya una actividad económica explica el interés de sus beneficiarios, mas no justifica el mantenimiento de la misma. Como tampoco el del tráfico de armas y de drogas. Mas bien pone a la luz el carácter perverso de la prostitución, al transformar las relaciones sexuales en compraventa y al convertir en mercancía los cuerpos humanos, las mujeres, y su capacidad de servir de objeto de desahogo para los apetitos sexuales del varón. Como en Suecia propaló la campaña que condujo a la abolición de la prostitución, “comprar cuerpos humanos es un crimen”. Expresión justa, nada desmesurada, si nos percatamos de que, si bien la vida física de la prostituta no es suprimida -aunque en el límite de la violencia que, dígase lo que se quiera reina en este campo, se lleguen a producir verdaderos asesinatos (7)– en todos los casos, aún sin violencia física, se anula la condición humana y personal de la mujer prostituída, al tratarla como mero objeto, al modo del esclavo.
Y la intensa actividad que mueve la prostitución debe ser categorizada, consecuentemente, como “crimen organizado”. Con el cual el prostituidor colabora activamente, ya que sin él no sedaría. Tal es la realidad recientemente denunciada en otra oportuna campaña, esta vez, en Almería, mediante carteles cuyo texto afirma: “La prostitución atenta contra los derechos fundamentales de miles de mujeres y niñas en todo el mundo y existe porque tú pagas”.
Junto al patriarcalismo y el mercantilismo, también otra lacra de nuestra historia se manifiesta aquí: el racismo. El hecho básico es la desigualdad económica y de poder entre razas que arroja a la mujeres de las razas dominadas al ejercicio de la prostitución, tanto en sus propios países como en tierras a que, en el tráfico de carne humana, son llevadas. Pero, además florece cierta mitología de lo exótico y de ardiente sexualidad de las mujeres no blancas, como han analizado y documentado Laura Keeler y Marjut Jyrkinen. (8)
La pretendida libertad
En una relación patriarcal, mercantilizada y racista ¿se puede mantener la libertad de la mujer prostituída? En la descripción áurea de las relaciones entre cliente y prostituta se afirma la libertad de la prostituta como requisito para una relación lícita y, por ende, regulable. Aun en el supuesto de aceptar la conversión de la sexualidad en negocio mercantil, evidentemente todo contrato económico, para ser válido ha de establecerse en condiciones de libertad. Entonces debemos preguntarnos ¿existe verdaderamente esta pretendida libertad?
Al respecto, podríamos considerar tres grandes situaciones típicas en la mujeres que se encuentran sumidas en el orbe de la prostitución. En primer lugar aquellas que han sido literalmente forzadas, obligadas bajo poderosísima coacción a convertirse en prostitutas, cosa que -como no deja de ser natural- en modo alguno deseaban. Resulta que, en nuestros días, y en nuestro mundo industrial avanzado, constituyen la inmensa mayoría. Según datos de la Policía Nacional y la Guardia Civil, el 90% de las mujeres que actualmente ejercen la prostitución en España son extranjeras. Evidentemente no se trata de turistas que viajan desde países ricos y quieren compaginar nuestro sol y nuestras playas con la prestación de servicios al macho ibérico. Vienen de países de la Europa del Este, cuya incorporación al triunfante capitalismo globalizador les ha hundido en la miseria, también provienen del subdesarrollo creciente de naciones de Ibero-América, o de la abandonada África. Han sido traídas engañosamente con la promesa de ofrecerles un trabajo, que no se anunciaba precisamente como “trabajo del sexo”. Y, luego, llegadas a la tierra prometida, tras haberse endeudado hasta las cejas, son forzadas a ejercer la prostitución. Caen prisioneras, encerradas, a veces sin otra ropa que la erótica con que deben excitar a los clientes, pero con la cual no pueden salir a la calle. Amenazadas y sometidas al terror, en ocasiones, son, incluso, vendidas. Semejante tráfico de carne humana femenina, que adapta a los tiempos actuales el transporte de esclavos, no es un fenómeno marginal en la realidad que estamos considerando, como los voceros de la prostitución pretenden, define su situación aplastantemente mayoritaria. En la cual las mujeres son víctimas, tanto de la violencia y la codicia patriarcal, como de la que preside, en estrecha relación con ella, el actual orden económico mundial. Y el llamado turismo sexual -ahora con el aditamento de explotar infantes desvalidos- completa y redondea este siniestro panorama en que los varones ricos y poderosos del Primer Mundo satisfacen sus instintos en la carne de los países pobres, esperándola en su confortable mansión o viajando en busca de ella.
Es el tremendo espectáculo que ofrece un mundo interrelacionado y cruzado por las comunicaciones en una tecnología puesta al servicio no del desarrollo planaterio, sino de la voluntad y beneficio de los poderosos. Pero, no sólo la prostitución es ejercida por mujeres arrancadas a su patria, también es practicada, y así tradicionalmente lo ha sido, en el propio país, sin necesidad de salir de él, a veces con el desplazamiento de las zonas más pobres, rurales, a las grandes urbes. En este sentido se puede dibujar un recorrido que va del pueblo al servicio doméstico en la ciudad, y, en él, al abuso de los señoritos de la casa para acabar en la prostitución. ¿Es factible describir esta historia como un ejercicio de la libertad? En primer lugar, sin duda, cabe hablar de los hombres en cuyas manos esta criatura puede caer para ser explotada y manejada, de los chulos en pequeña escala y de los propietarios de locales y negociantes del sexo. Pero, aún prescindiendo de estas situaciones, imaginando una mujer que ejerce como prostituta por cuenta propia ¿en qué medida la decisión de vender su cuerpo es libre? Distingamos, al respecto, entre voluntariedad y libertad. Y, con arreglo a tal precisión, podríamos decir que en este caso la decisión es voluntaria, pero no estrictamente libre. Aunque arranca de la iniciativa personal, no de una directa coacción de un individuo dominador, está condicionada tal opción por un marco de posibilidades que la fuerzan. Por el acecho de la miseria, de la indigencia, de la penuria. La prostitución aparece como vía para sobrevivir.
En un reciente programa de televisión sobre el sexo en Brasil, una mujer que se ganaba la vida como prostituta así lo declaraba. No había encontrado otra posibilidad para sobrevivir y confiaba en que, ejerciendo la prostitución, conseguiría que su hija no se viera obligada a afrontar el mismo triste destino. Ciertamente no parecía muy satisfecha con su mal llamado trabajo.
Por encima de estos dos mundos, se encuentra el minoritario de la prostitución de lujo, o alta prostitución. Está integrado por mujeres que, supuestamente, han ingresado en este universo de servicio al placer masculino, no por el apremio de la necesidad ni por la fuerza y el engaño, sino por el puro afán de lucro. Refinadas, educadas, obtienen los más altos ingresos por su actividad. Si Lenin hablaba de la aristocracia obrera, aquí -aunque ello no signifique aceptar la idea de la prostitución como trabajo- podríamos hablar de la aristocracia de la prostitución. Y parecería, a primera vista, que en este nivel ciertamente la elección ha sido indiscutiblemente libre.
Examinemos críticamente esta presunción. Sin duda no han actuado las intensas coacciones físicas y económicas que hemos denunciado en los mayoritarios casos anteriores, pero, aún en esta realidad minoritaria, se acusa la presencia de presiones sutiles que cuestionan la pretendida libertad. En primer lugar, la escandalosa diferencia de retribución entre un trabajo productivo y los ingresos obtenidos por complacer los gustos del varón de alta posición. Situación sólo concebible en una sociedad dominada por el despotismo patriarcal, que rige su economía, y para el cual priman, sobre cualquier otra necesidad, los caprichos del hombre de las altas clases sociales. Y esta desigualdad estructural opera sobre mentes que han sido troqueladas por la mitología del consumo, por el acceso a lujos, a los cuales este hombre satisfecho por el servicio femenino abre puertas. Como vemos, la pretendida libertad de las mujeres dedicadas a la prostitución se esfuma, cuando la sometemos a crítica, y, al modo en que Diógenes buscaba al hombre verdadero, tendríamos que tratar de encontrarla con un candil.
La prostitución disfrazada como trabajo
Si hemos examinado críticamente la pretendida libertad de la mujer prostituída, no resulta menos importante atender, ahora, al intento de convertir su actividad en un trabajo. Quizá este planteamiento trate de basarse en el hecho de que la prostitución es una actividad económica, como hemos visto, y representa una fuente de ingresos para la persona que se dedica a ella. Pero, evidentemente, no toda actividad que genera ingresos para quien la ejerce puede ser categorizada como trabajo. En tal caso habría que considerar el robo o la estafa como trabajos, a veces de alta calidad y muy rentables. Y, ciertamente, así son expresados en el argot del gremio de ladrones o estafadores, pero no en el uso social y jurídico. Lo mismo cabría decir del juego, y a nadie se le ocurre que comprar un décimo de lotería y cobrar el premio, si éste es obtenido, se defina como un trabajo. En cambio, se dan verdaderos trabajos, como el llamado “trabajo voluntario”, que, hechos por altruismo, no revierten en ninguna compensación económica. Y en la histórica explotación de la mano de obra esclava asistimos, sin duda, a duros trabajos que no son retribuidos.
El concepto de trabajo, rigurosamente entendido, supone el desempeño una actividad encaminada ya a la producción de una obra, industrial, manufacturera, intelectual o artística, ya a la extracción de bienes naturales, como en la minería o la pesca, ya a la prestación de servicios. Es preciso insistir en la idea de “actividad”, como algo que pone en funcionamiento nuestras facultades físicas y mentales, según las destrezas que previamente hemos adquirido. Así el obrero en la sociedad capitalista, a cambio de un salario, vende su fuerza de trabajo al propietario de los medios de producción. Se puede hablar de explotación, en la medida en que el capitalista obtiene una plusvalía. Se beneficia del trabajo y aumenta su riqueza. Y, ciertamente, el sistema capitalista no representa la forma más justa y humana de organizar la producción, que encontraría en la propiedad colectiva de los medios de producción una fórmula más alta y racionalmente equitativa. Pero, indubitablemente, lo que el proletario vende es su fuerza de trabajo. Algo exterior, no se vende a sí mismo. No vende su cuerpo, ni su intimidad. La mercancía que sitúa en el mercado laboral es su capacidad productiva externa, no su realidad personal, como el esclavo o la esclava que son vendidos y comprados en su entera realidad, en un mercado de carne humana, despojados de la condición de personas.
Y algo análogo podemos decir de otros trabajos, en que una actividad, sea la propia de una profesión liberal, sean servicios manuales, logra una retribución. Un cliente de un restaurante no se permite derechos sobre el cuerpo de quien le sirve. Y el camarero o camera consideraría un ultraje ser manoseada por dicho cliente. Tampoco una persona que se vale de los servicios de un médico o de un abogado adquiere el derecho de imponerle sus ideas o aspirar a que realice acciones que contradigan la ética del profesional. Y es que, aunque en ocasiones se afirme que en nuestra sociedad todo se compra y se vende, aún el más descarado mercantilimo tiene sus límitres. Y, entre ellos, debe figurar la prohibición de comprar algo tan íntimo, personal y noble, como es la sexualidad y su realización.
Frecuentemente se dice, con justo repudio, que en la prostitución se compra el cuerpo de la mujer o del ser prostiuído. Ello es verdad, pero aún tal decir constituye una expresión demasiado débil, respecto a la intensidad de la venta. Porque el cuerpo no es algo exterior, que posee un yo angélico, como pensaba Descartes o ha expresado Gabriel Marcel. El cuerpo es nuestra realidad personal, inseparable del yo, es aquello que nos define, con que hacemos nuestra biografía. Constituye nuestra identidad. Vender el cuerpo es venderse a sí mismo. Y si es alguien exterior quien realiza la venta, como, por desgracia, ocurre con notable intensidad en el tráfico de mujeres es un vendedor de esclavas, como los antiguos negreros.
Conceptualmente, no es posible, por todo lo que acabo de argüir y han argumentado muchas voces, categorizar a la prostitución como un trabajo, sin incidir en grave confusión. Pero, además, debemos pensar en las consecuencias lógicas, a que conduciría la inclusión de tal actividad en el mundo laboral, si se desarrolla estrictamente. Como ha puntualizado Lidia Falcón, en tal caso, habría que pensar que a una prostituta sin trabajo le correspondería ir al INEM a solicitar un burdel y se abriría una bolsa laboral con la oferta de puestos de prostitución. Entonces cabe –prosigue Lidia Falcón– que “a cualquier mujer que se encuentre en el paro, aunque previamente haya trabajado siempre en fábricas u oficinas, se le podrá ofrecer el “empleo” en un burdel. Si no tiene trabajo en el sector en que se ha formado, puede, sin embargo, ser prostituta”. (9)
Parece una siniestra broma surrealista. Sin embargo, observemos lo que nos relata Gisela Dütting en Holanda: ”…a algunas personas desempleadas se les ofreció trabajar como recepcionistas en burdeles. Si se niegan a aceptar el trabajo, pierden sus beneficios sociales y el seguro de desempleo”. (10) Aunque el trabajo ofrecido no era estrictamente el de prostituta, imponía la colaboración y presencia en esta actividad a personas que la rechazaban y al rechazarla quedaban gravemente perjudicadas.
En línea con todo lo que venimos comentando, el Grupo de Trabajo sobre las Formas Contemporáneas de la Esclavitud del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, en el año 2003 se declaró “convencido de que la prostitución nunca puede considerarse un trabajo legítimo”.
La degradación del prostituidor
Si, en la relación entre prostituída y prostituidor, la explotación y alienación a que la primera de estas figuras es sometida, se revela escandalosamente manifiesta, una vez que hemos desenmascarado la leyenda áurea, no deja de ser cierta también la degradación en que el prostituidor cae. Como ya en otras ocasiones he explicado y escrito, (11) semejante degradación adquiere dos aspectos principales. Uno de ellos es la despersonalización, el otro la deshumanización, la caída en una conducta puramente zoológica, de instintividad animal.
El llamado cliente paga, utiliza la superioridad de su dinero para comprar a una mujer -en ciertos casos un niño, niña o un adulto masculino- que se encuentra en inferioridad económica. Pero, al hacerlo, no solo cosifica el ser comprado, borra, también, su identidad personal propia. Se convierte, dentro de una íntima relación, en mera y pura moneda, que es aquello a que la prostituida se ofrece. ¿No representa una alineación perder el rostro humano y transformarlo en un fajo de billetes? ¿No se desprecia a sí mismo en su identidad, al desaparecer transmutado en dinero?. ¡ Qué triste estima de su propia persona!
En el otro aspecto, el prostituidor aparece ciego para el mundo que las pulsiones sexuales abren en la condición humana. En lugar de dirigirlas hacia una relación personal, busca el mero desahogo fisiológico, a cuenta de un ser en quien descarga sus instintos. No sólo este ser utilizado es degradado, también lo es el hombre que actúa como mero macho animal.
Pero, además, es el responsable del hundimiento en una indigna humanidad. La prostiuída ocupa en su relación el lugar de víctima y de objeto. Es utilizada por la pura fuerza o por el poder económico. El prostituidor es el sujeto responsable de este abismo de inhumanidad. Para salir de él debe ser disuadido mediante el castigo, tal como en Suecia o en Corea del Sur se ha establecido. Tanto el proxeneta como el llamado cliente, más exactamente el degradado prostituidor, han de ser perseguidos hasta borrar estas criminales figuras de nuestra sociedad y avanzar hacia un mundo en que las relaciones sexuales alcancen la dignidad y plenitud que corresponde a la condición humana”.
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