La democracia, el velo y la tolerancia
AMELIA VALCÁRCEL 22/10/2007
Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED, es
miembro del Consejo de Estado.
Hasta hace poco el conocimiento que teníamos del multiculturalismo se
reducía a la oferta gastronómica. Muchos de nosotros somos
multiculturalistas activos por la parte del estómago. Nos gusta comer hindú,
chino, marroquí, griego, tai y amerindio. Como alrededor de una mesa bien
provista la gente tiende a entenderse, podemos llegar a pensar que la
democracia es también esa gran mesa donde se sirven sin tasa derechos,
libertades y oportunidades. Pero resulta que hay códigos alimentarios
distintos y también gentes que rechazan algunos de los platos morales y
políticos de la democracia.
Si esa pañoleta es un signo religioso, está de más en un espacio público
El multiculturalismo es una ideología ampliamente aceptada. Procede del
elogio de la diferencia. Su fondo es que cada uno y cada grupo posee
características propias que enriquecen al conjunto. Por lo mismo no cabe
impedir ninguna de ellas. Como a la vez nuestra ontología actual es
individualista, a este aceptar todo sólo le ponemos una condición: que nadie
sea obligado a hacer algo que no desee. Pero si una práctica no compartida
cuenta con el asentimiento de quien la realiza se supone que debemos darla
por buena.
Una niña quiere ponerse velo para estar en su casa. A nadie se le ocurriría
afeárselo. Lo privado es privado. Cada quien en su privacidad es monarca.
También quiere usarlo para ir por la calle. Consecuencia: la ciudad
presentará más variedad cosmopolita. Para ir a la escuela. Aparece el límite
y se produce el problema.
Se supone que la educación prima; es un derecho constitucional. Y existe
además un implícito: que se eduque la niña con pañoleta para que luego pueda
quitársela si quiere. Lo segundo es, como poco, impredecible. Lo primero una
incongruencia con otros principios igualmente respetables en nuestra
convivencia. Si esa pañoleta es un signo religioso, está de más en un
espacio público. Porque las religiones son incompatibles surgió la primera
forma de la idea de tolerancia. Holanda en el siglo XVII consagró el
principio de que “cada ciudadano debe ser libre de observar su religión y
que nadie puede ser molestado o interrogado por causa de su culto”. Esto es,
el Estado se hacía superior a las religiones y las declaraba privadas. El
Estado aseguraba que las haría convivir sin que entre ellas se agredieran;
en espacios distintos, naturalmente. Impedía el fundamentalismo.
Porque no es fundamentalismo creer mucho y con gran vehemencia lo que uno
crea, sino pensar que la religión es una verdad tan perfecta que debe
organizar el mundo completo, incluida la política. Es más, que la religión
es mejor, de más calidad que cualquier otro espacio común. El
fundamentalismo quiere organizar toda vida y convivencia.
La democracia ha ido inventando y trazando una larga serie de normas y
valores comunes que son obligados para mantener la eficiencia y el civismo.
La educación, que es deber del Estado proporcionar y derecho de todo
ciudadano y ciudadana adquirir, también es en los últimos tiempos una
obligación: las familias pueden ser vigiladas por el Estado para que cumplan
con ella, hasta el punto de que a quienes no escolarizaran a sus hijos,
incluso se les podría quitar nada menos que la tutela de ellos. Ni algo tan
fuerte como que mis hijos son mis hijos está fuera del alcance de esa
instancia común y los poderes que le hemos dado.
Como el Estado no apoya a ninguna religión, sino que las protege a todas, en
sus espacios, los públicos, incluidos los educativos, no debe haber signos
religiosos. Nos parecería raro y hasta enfermo que un alumno insistiera en
portar un crucifijo -de tamaño, pongamos, de una cabeza humana-, posarlo en
su pupitre y procesionarlo durante los recreos. Puede hacer eso, si lo tiene
por gusto, en privado, o en su templo. Los espacios definidos como públicos,
en los que por ende se transmiten los valores que hacen posible la
convivencia plural, no deben ser espacios de contienda. El Estado tiene, por
deber de tolerancia, la obligación de mantenerlos libres de prácticas
sectarias.
Pero si esa pañoleta es además una marca sobre la moral particular que deben
seguir las mujeres, una marca a su vez privativa de unas creencias
particulares, está fuera de cuestión darle legitimidad. La igualdad entre
los sexos es principio constitucional de la mayor envergadura. No se
tolerará la discriminación contra las mujeres. ¡Pero la niña quiere serlo!
Su padre también acuerda. Y su comunidad de encuadre. Su religión y su
cultura le marcan un papel porque es mujer, con el que ella y los suyos
están de acuerdo. Ella es un ser con deberes especiales, la decencia sexual
y la obediencia que significa de ese modo. Pues bien, podemos ir a comer la
comida del vecino, pero difícilmente podemos creer, de vez en cuando, lo que
cree el vecino; aquí no hay caso de alegría por la diferencia. Cuanto más
que la libertad actual de las mujeres se ha construido al abolir tales
marcas.
En fin, la libertad individual no es ni puede ser el fundamento para una
conducta que se tuvo que abandonar a fin de construirla; en nuestro caso la
libertad ha sido la consecuencia del rechazo de ese injusto y arcaico orden.
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